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La emoción de la música... ♪ ♫ ♬


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José Luis Téllez es un estudioso de las artes que durante los años ochenta, en España, dirigía dos programas de radio "A contraluz" y "Música reservata", sobre música y estética musical. Ha abierto o le han abierto una bitácora donde se recogen escritos suyos y vídeos de conferencias: José Luis Téllez

 

La emoción de la música

 

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El perfeccionamiento de la reproducción sonora ha potenciado en nuestra cultura los aspectos musicales. La música nos rodea diariamente pero, pese a su continua presencia, solemos ignorar las leyes básicas que la articulan y gobiernan el poderoso efecto emotivo e intelectual que ejerce sobre nosotros. Acercarse a la música no es solo conocer su historia, sino, sobre todo, iniciar la comprensión de los mecanismos que rigen nuestra memoria y nuestra sensibilidad.

 

 

 

http://www.joseluistellez.com/app/download/4773848/Para+acercarse+a+la+Musica.pdf

 

 

La emoción de la música

 

(Revista SCHERZO nº 163, Abril 2002)

 

El psicoanalista y crítico musical Luis Sales, en un artículo publicado en 1995 (Entre Dionisos y Apolo o el secreto de la música. Revista 3 al 4, Barcelona, julio 1995), partiendo de la tan conocida sordera de Freud para la música, elaboraba una lúcida hipótesis sobre la naturaleza de la emoción específica generada por este arte. Sales, desarrollando la observación freudiana de que el movimiento rítmico corporal implica un factor erógeno, concluye que la música es un tipo de fenómeno que reproduce con sorprendente fidelidad eso mismo que Freud se esforzó por describir metapsicológicamente en términos de pulsión.

 

La reciente edición en castellano del texto ya clásico de Leonard B.Meyer (Emoción y significado en la música. Alianza Música num.79 Madrid 2001, excelentemente traducido por José Luis Turina), vuelve a poner de actualidad un tema medular —el tema por antonomasia— de cuantos se enhebran en la escurridiza urdimbre de la música: la significación. Levi Strauss, en el prólogo de Lo crudo y lo cocido afirmaba que la música es el supremo misterio de las ciencias del hombre y Oscar Wilde, en la primera parte de El crítico artista, que la música no puede decir nunca su último secreto. En efecto, la naturaleza irreductible de la música para expresarse mediante conceptos, su asemanticidad, le dota de un espacio singular en el conjunto de las artes: un campo que solamente puede manifestarse como lugar del enigma y que pareciera desafiar todo intento de desentrañarlo. En cierto sentido, sigue siendo legítimo afirmar con Platón que la música es la vía que enlaza el mundo visible y el invisible: los griegos supieron expresarlo de modo insuperable a través del mito de Orfeo.

 

Meyer desarrolla con fascinadora pertinencia un exhaustivo análisis de las dimensiones de la percepción musical, demostrando cómo la emoción producida por este arte se genera en la capacidad de su discurso para frustrar (o cumplir) las expectativas que, mediante mecanismos precisos derivados de su organización textual (ritmo, armonía, periodicidad, simultaneidad...) han sido previamente provocadas en el oyente. Obvio es decir que, para Meyer, al hablar de música forma y significado son conceptos sinónimos y que, lógicamente, hay que entender significado en su dimensión única como denotación: el nebuloso ámbito de la connotación es por entero ajeno a su estudio.

 

Sales, en el artículo citado, sitúa también la raíz última del problema, a través de una cita procedente de Más allá del principio del placer, en idéntica dialéctica entre satisfacción o frustración de las expectativas: las exteriorizaciones de una compulsión de repetición muestran en alto grado un carácter pulsional y, donde se encuentran en oposición al principio del placer, demoníaco. Sales implica en este punto el concepto de perversión y apostilla que Freud, sin nombrarlo, habla de el placer perverso de la disonancia o, lo que es lo mismo, el placer del displacer previo a la descarga tónica.

 

En Meyer (o en Sales) subyace la idea de la música tonal (o, si se prefiere, modal, en su sentido más amplio): la dialéctica disonancia-resolución o (simetría-asimetría, si hablamos, por ejemplo, de ritmo) deja de tener sentido ante textos que, como Atmosphères, de Ligeti, o Pithopraktha, de Xenakis, pero también las Estructuras para dos pianos, de Boulez (por no hablar del Gesang der Jünglinge, de Stockhausen), parecen desarrollarse al margen de toda forma discursiva convencional (y que, no obstante, pueden ser tan conmovedoras o más que las tradicionales), ya que en la simple escucha es imposible discernir en ellas cualquier nivel de articulación equiparable, por ejemplo, a las propias del lenguaje (fonema, morfema, sintagma...) que son estructuralmente análogas a las de la música y a su particular disposición sintáctica (y cuyos complejos mecanismos discursivos son, justamente, el objeto del estudio de Meyer). Es obvio que la música del S.XX (al menos la más representativa de ese sigo recién acabado, por su carácter innovador o experimental) ha demostrado una admirable capacidad para crear dimensiones inéditas de la escucha.

 

Sales concluía su texto con estas palabras: Si es verdad —como dice Lacan— que todo arte se caracteriza por cierta forma de organización en torno a un vacío, la música no es, a fin de cuentas, sino una forma de ilusión alrededor de un silencio. Pero Lacan ha sido también pionero en señalar (refiriéndose a la oposición metonimia/metáfora) que el inconsciente se articula como un lenguaje. En un nivel distinto, la música se articula igualmente como si fuera un lenguaje pero, al estructurarse sobre la misma base que las palabras sin hallarse sujeta a su mecanismo de significación, se trata, por así decir, de un idioma del que jamás poseeremos diccionario. De modo que bien cabe finalizar retornando a la Grecia clásica (es decir, a Freud, en la medida en que él mismo hubo de recurrir al concepto de la Tragedia para formular la teoría del Edipo) para leer desde una perspectiva actual esos dos mundos, visible e invisible, que la música tradicionalmente afirma enlazar, situando su campo —fantasmático— de inscripción en ese preconsciente que, según la segunda tópica freudiana, enlaza el yo con el ello. Donde Ello estuvo, estaré Yo (Wo Es war, soll ich werden), según la célebre fórmula psicoanalítica: ese trayecto, siempre entrevisto y nunca completado (esa significación que nunca acaba de revelarse), es el paisaje que la música dilata y —al tiempo— encubre en su viaje inefable.

 

 

 

 

Para acercarse a la música

José L. Téllez

 

 

El perfeccionamiento de la reproducción sonora ha potenciado en nuestra cultura los aspectos musicales. La música nos rodea diariamente pero, pese a su continua presencia, solemos ignorar las leyes básicas que la articulan y gobiernan el poderoso efecto emotivo e intelectual que ejerce sobré nosotros. Acercarse a la música no es solo conocer su historia sino, sobre todo, iniciar la comprensión de los mecanismos que rigen nuestra memoria y nuestra sensibilidad.

 

 

 

 

 

La compañía incesante

 

 

El primer gesto diario que una gran mayoría de personas realiza al levantarse consiste en sintonizar la radio: a través de ella llega la música ofreciendo su cercanía desde las primeras horas de la mañana. A partir de ahí, y en una gran variedad de lugares, sigue estando presente en centros de trabajo, almacenes, mercados, estaciones o aeropuertos. Bares, cafeterías y otros puntos de esparcimiento se encuentran ordinariamente inundados por canciones emanadas de máquinas de discos. Música hay también como comentario emotivo en muchas secuencias cinematográficas, y como fondo obligado en los programas de televisión: hasta el extremo de que ciertas sinfonías nos permiten determinar la hora y la distribución temporal de nuestra jornada.

 

Nuestro contacto con este arte no termina, sin embargo, aquí. Fragmentariamente volvemos a encontrar elementos musicales en los objetos cotidianos más insospechados: es, por ejemplo, de uso habitual el timbre de la puerta que ha sustituido su viejo zumbador por dos notas perfectamente afinadas (el más corriente produce un intervalo de tercera descendente LA-FA); es asimismo probable que el lector haya observado muchos juegos electrónicos (las máquinas de Flipper o «billares eléctricos») que se encuentran afinadas en una escala* de la menor; no ha mucho, padecimos una moda de bocinas automovilísticas que atravesaban el tráfico con las primeras notas de la marcha triunfal de Aída o los compases iniciales del Toreador de Carmen (entre otros ejemplos). Y... ¿en qué oficina no existe algún poseedor de esas calculadoras japonesas en miniatura que haciendo corresponder las notas de la escala de do mayor con los guarismos, envuelven los cálculos en una música absurda, divertida y a veces exasperante?

 

Todos los ejemplos enumerados nos acercan, en su trivialidad, a un hecho de importancia capital y que, quizá por su misma evidencia, no suele valorarse en toda la dimensión que realmente posee: nunca ha estado nuestra civilización en un contacto tan permanente con la música; nunca como en los últimos treinta años la presencia del sonido organizado ha sido una compañía tan incesante como lo es para los pobladores de la segunda mitad del siglo xx. Para bien o para menos bien, la música es el arte más poderosamente masivo de nuestro tiempo, y su invasión diaria es una auténtica característica distintiva de la cultura urbana.

 

La invención del fonógrafo en 1877 -casi contemporánea con la del kine-toscopio*, la otra máquina de detener el tiempo- marca el arranque de esta difusión masiva de la música. Y así, aquel mecanismo, concebido originalmente como mero dispositivo testimonial, ha acarreado consecuencias que han trascendido de lo industrial a lo estético. De la primera de ellas -la dispersión ubicua de la música- hemos hablado ya. Pero existen, al menos, otras dos de importancia no menor:

 

• La presencia general de la música en nuestra cultura ha producido una especie de desinterés hacia su estructura. Su audición, en las circunstancias arriba mencionadas, se efectúa de forma automática y casi exenta de atención. El sonido articulado ya no es un hecho acústico excepcional y reservado a ciertos lugares y ocasiones: reconquistar la complejidad de la escucha exige ahora un esfuerzo de concentración considerable.

 

• La reproducción electrónica de de la música, si bien ha generado una enorme difusión de obras y autores de todas las épocas, ha producido como contrapartida un notable alejamiento de la ejecución directa. El disco y el magnetófono introducen en nuestro domicilio el sonido de -digamos- la Orquesta Filarmónica de Viena; pero es casi a costa de olvidar la existencia de la orquesta real, cuyo sonido -no exento de posibles errores- es hoy, paradójicamente, cada vez más difícilmente alcanzable.

 

Por muy cerca que nos encontremos de una orquesta. el sonido nunca tendrá el volumen, la nitidez y el equilibrio de su equivalencia en un aparato de alta fidelidad. Pero es a costa de perder la frescura y el riesgo de la ejecución directa, amén de los aspectos espectaculares de la misma.

 

 

 

 

Un arte que no se parece a ningún otro

 

 

Para comprender -y gozar- la belleza de un edificio, es preciso recorrerlo: abrir y cerrar sus puertas, ascender por sus escaleras, perderse por sus corredores, detenerse en sus patios (o en sus claustros). La dimensión arquitectónica exige el desplazamiento total -y a veces fatigoso- del espectador.

 

La pintura propone otros itinerarios de tamaño menor, si bien de concentración más minuciosa: los recorridos visuales por su superficie. Y también los alejamientos y acercamientos sucesivos que permiten abarcar desde el más breve detalle hasta la totalidad de la composición.

 

Si la visita arquitectónica se produce a través del espacio de un volumen y la pictórica se opera sobre el plano del lienzo, el vaivén de la lectura se sitúa sobre el antes y el después: nos detenemos, repetimos una frase, retomamos a una página anterior o -sin decirlo a nadie- saltamos líneas hacia el desenlace. El sendero de la literatura establece, por tanto, una movilidad lineal frente a nuestra elección.

 

Resulta así que, sea en una, en dos o en tres dimensiones, ciertas artes se ofrecen a nuestro corazón y a nuestra inteligencia con la misma disposición de un paisaje en el que es forzoso adentrarse: un viaje (no exento de pérdidas) a través de territorios estáticos a los que tan solo nuestro tránsito arrancará su sentido.

 

¿Y la música? Sentados en la sala de conciertos (o también en casa, ante los aparatos de reproducción) tiene lugar un fenómeno opuesto por entero al descrito líneas más atrás: la música se presenta, irrumpe en nuestro oído, nos invade. Es un fluir perpetuo, un movimiento exterior que transcurre ante -y a través de- nosotros y del que es imposible aislar elemento alguno para examinarlo a nuestro antojo. Podemos demorarnos cuanto deseemos en tomo a una escultura; la música, en cambio, nos impone su tiempo. La arquitectura, la pintura, la novela o la poesía son espacios que exigen ser penetrados por nuestra atención; la música, por el contrario, penetra en nosotros.

 

Sucede por tanto con la música un fenómeno análogo al de la representación teatral o la cinematográfica; se trata de artes cuya estructura y organización (o visto desde otro ángulo: su utilización, su goce) solamente pueden realizarse a lo largo de un tiempo: la duración de su paso ante nosotros. Esta característica -el desarrollo de la forma en el tiempo- constituye lo que llamaremos discursividad. Pero, mientras el cine o el teatro precisan así mismo de espacios de soporte -la pantalla para el primero, el escenario para el segundo- donde sé sitúen las imágenes o los gestos de la representación, la música puede prescindir de lugares semejantes sin alterar en absoluto su entidad. La música se produce tan solo en el tiempo: es el arte de la discursividad absoluta.

 

No parece, por tanto, existir un arte que guarde una similitud lo suficientemente estrecha con la música como para permitimos utilizar sus mismas leyes en nuestra tentativa de acercarnos a su comprensión. Entonces ¿con qué otra manifestación cultural es parangonaba la música? ¿De qué analogía podemos servimos para establecer los principios que gobiernan su estructura?

 

Como veremos inmediatamente, la naturaleza discursiva de la música permite formular una correspondencia entre ella y un objeto de la realidad cotidiana que participa por entero del carácter temporal y sucesivo del arte de los sonidos. Se trata, también, de otro tipo de discurso sonoro, dotado igualmente de articulaciones específicas. Tanto las similitudes como las diferencias que lo emparentan con la música resultan fundamentales para comprender las bases que estructuran esta última.

 

Ese objeto es el lenguaje hablado, la sucesión de las palabras.

 

Veámoslo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El discurso musical

 

 

Lenguaje y música presentan la propiedad común de ser sucesiones de sonidos que pueden distinguirse y recordarse por encima de cualquier otro. Tanto una melodía como una conversación son hilos que el oído puede, en un momento dado, seguir. Se trata de estructuras sonoras cuyo sentido se establece según el orden de sucesión en que se producen; era lo que llamábamos antes discursividad. Así, y del mismo modo que no es lo mismo decir «caso» que «asco» (dos significados distintos construidos con los mismos sonidos cambiados de orden), tampoco es igual la sucesión DO-RE-MI-FA (escala ascendente) que su inversa FA-MI-RE-DO (escala descendente). La analogía reposa sobre tres hechos:

 

• El número de sonidos posibles es una cantidad limitada. En el caso del lenguaje, se trataría de los veintitantos fonemas, o sonidos básicos, del castellano. En el caso de la música, de las doce notas de nuestra escala musical.

 

• Estos sonidos básicos son irreductibles, esto es, no pueden descomponerse en combinaciones de otros sonidos más elementales. La palabra «caso» de nuestro ejemplo se descompone en la sucesión de cuatro sonidos básicos «c/a/s/o», pero estos fonemas no pueden ya reducirse a otros más simples. Análogamente sucede con las cuatro notas del ejemplo.

 

• El sentido surge del orden en que tales sonidos primarios son emitidos. Tanto la música como el lenguaje son permutaciones de sonidos elementales: este fenómeno recibe el nombre de articulación. Pero es precisamente aquí donde vamos a encontrar la diferencia fundamental que separa ambos discursos. Mientras en la música son posibles todas las combinaciones sonoras, el lenguaje solamente admite algunas de ellas. Un ejemplo nos aclarará este hecho.

 

Tomemos, como anteriormente, la palabra «caso», descompuesta en sus fonemas «c/a/s/o». Si formamos todas las permutaciones posibles con esos cuatro sonidos elementales, observaremos que tan solo siete de ellas poseen significación, permitiendo así la formación de frases: «caso», «caos», «cosa», «asco», «saco», «ocas» (y también «osea»). Las diecisiete restantes (como «csao», «aosc», ete.) carecen, por así decir, de realidad lingüística. No todas las combinaciones de fonemas pertenecen al habla, sino tan solo aquellas que designan conceptos.

 

En la música, por el contrario, cualquier combinación de notas es, en principio, posible: todas las ordenaciones que realicemos con los cuatro sonidos de nuestro ejemplo caen dentro del ámbito musical. La barrera del significado no existe aquí: cualquier sucesión de notas puede constituir una «frase» musical. Podemos, pues, definir la música como un discurso sonoro no significativo; queremos con ello decir que si bien el mecanismo que gobierna la formación de una melodía es idéntico al de la formación de una frase, no lo es, en cambio, su proceso de significación: no existe ninguna combinación de notas que sea capaz de designar conceptos tales como «mesa», «persona», «bondad», etc.

 

¿Estamos, pues, diciendo que la música carece de significado? Sí, eso es exactamente lo que afirmamos. Sin perjuicio de volver sobre este tema posteriormente, podemos enunciar que, al menos una parte de la incomparable emoción estética que la música nos produce, nace precisamente de la contradicción señalada: al estructurarse sobre la misma base de las palabras sin estar sujeta a su mecanismo de designación, la música es aquel idioma del que jamás poseeremos diccionario. En la música, la inexistencia de significado no es una incapacidad sino, por el contrario, la fuente misma de su infinita riqueza evocativa.

 

  • la música es aquel idioma del que jamás poseeremos diccionario. En la música, la inexistencia de significado no es una incapacidad sino, por el contrario, la fuente misma de su infinita riqueza evocativa.

 

 

[spoiler=""]«La gente se queja a menudo de que la música es demasiado ambigua, de que los pensamientos que suscita cuando se la escucha no son claros mientras que todo el mundo entiende las palabras. Para mi sucede exactamente lo contrario, no solo en cuanto a un discurso complejo, sino a cada una de las palabras; también éstas parecen igualmente ambiguas, igualmente vagas, igualmente sujetas a equívocos respecto de la música genuina, la cual llena el alma de millares de cosas, mejor que las palabras. Los pensamientos que expresa la música que yo amo no son demasiado indefinidos para ser expresados con palabras, antes al contrario, demasiado definidos. De suerte que me doy cuenta de que, en todos los esfuerzos para expresar tales pensamientos, algo resulta ajustado, pero de que, a la vez, algo falta en cada uno de aquellos. Si me preguntáis qué pensaba cuando escribía, yo os respondo; sólo la canción tal como está. Y si se diera el caso de que se me hubiera ocurrido determinada letra para cualquiera de estas canciones, jamás desearía comunicarla a nadie, porque las mismas palabras no significan siempre lo mismo para individuos distintos. Sólo la canción puede significar lo mismo, puede suscitar los mismos sentimientos tanto en una persona como en otra, unos sentimientos que, sea como fuere, no son expresados por las palabras mismas.»

 

El presente texto es un fragmento (*) de una carta dirigida a M. A. Souchay por Félix Mendelssohn el 15 de octubre de 1842. La música de la que el autor habla es el conjunto de sus canciones sin palabras, colección de 48 piezas pianísticas escritas por el autor entre 1830 y 1845. Las palabras de Mendelssohn resultan especialmente ilustrativas, aunque la relación que en ellas se analiza entre música y lenguaje no se establezca en términos científicos sino metafóricos. Sin embargo se afirma con toda claridad un hecho de la mayor importancia: la analogía entre ambos discursos no puede borrar su pertenencia a dos universos expresivos diferentes. El campo de significación a que el compositor se refiere no es, lógicamente, al de la designación de conceptos sino a la facultad de asociación y evocación que, muy justamente, valora en la música por encima de las palabras. El «significado» en música es su propia materialidad sonora («solo la canción, tal como está») y se plantea, por tanto, como irreductible al lenguaje.

 

Por otra parte difícilmente podrá encontrarse un fragmento que, con tanta precisión, sintetice el pensamiento romántico con respecto a la música. Aunque hoy pueda parecemos un ingenuo espejismo la concepción de la música como «lenguaje universal de las emociones», no se trata sino de la proyección en el terreno de aquel arte de uno de los temas centrales de la construcción ideológica burguesa; la idea del ecumenismo, de la ciudadanía mundial. La utopia burguesa es la creación del lenguaje universal y sin historia (como el esperanto).

 

(*) Citado por Enrico Fubini, La estética musical del siglo XVIII a nuestros dias. Barral Editores (Ediciones de Bolsillo).

 

 

 

 

 

 

 

El principio de repetición

 

 

Un objeto cualquiera y su imagen reflejada en un espejo constituyen una pareja de figuras simétricas: esa duplicación de elementos visuales con respecto al plano del cristal es una simetría, es decir, una repetición y una inversión (de derecha a izquierda y viceversa) entre las figuras. La simetría es un fenómeno ampliamente difundido en la Naturaleza, y todos los organismos superiores a la célula presentan simetrías de un tipo u otro: la simetría puede considerarse como un primer grado de organización de la materia; en un cierto sentido el concepto de amorfo, carente de forma, es equivalente al de asimétrico, carente de simetría.

 

El esquema formal más simple que cabe imaginar es la simetría: el problema formal en el arte gravita siempre en torno a lo simétrico. En las artes visuales las simetrías se perciben de un golpe; la repetición de los elementos se presencia como un hecho único.

 

En la música, por tratarse de un discurso, la simetría no puede realizarse de inmediato, sino que requiere un tiempo para desarrollarse y hacerse perceptible. No se trata, pues, de verdadera simetría sino de repetición, de la reaparición periódica de unos mismos elementos, repetición sin la cual la música sería inintelegible.

 

Ya vimos que, en el lenguaje, ciertas combinaciones fonemáticas no resultaban admisibles, pero sí lo eran en el lenguaje musical. La frecuencia de utilización de unas combinaciones u otras es un simple rasgo estilístico de cada época, pero nunca un carácter de exclusión. Este hecho se observa mucho más claramente si consideramos la posibilidad de repetición de los sonidos básicos: mientras una «palabra» como cccc es un absurdo idiomático, la sucesión RE-RE-RE-RE es, por ejemplo, la de los cuatro golpes que marca el arranque del Concierto de violín de Beethoven. La repetición en la música es ni más ni menos que el principio rector de su discurso.

 

El primer tipo de repetición, el más sencillo posible, es el de la pulsación rítmica, la repetición de un simple esquema rítmico a lo largo del tiempo. Un segundo nivel de repetición que se interpenetra con el anterior se establece en la estructura de la melodía. Una melodía es una sucesión de frases, esto es, de combinaciones de notas de distintas duraciones que presentan ciertas similitudes entre sí. El conjunto de frases de que consta cualquier melodía presenta siempre una distribución articulada y simétrica.

 

Esto es, basada en la permutación de varias frases distintas -pero emparentadas- de una manera periódica. En la estructura de la melodía más simple hallamos ya desarrollada la forma específica de simetría musical: el discurso se organiza mediante la repetición alternativa de un número limitado de elementos de orden superior a la simple nota. Es decir, que en el interior de la frase podemos distinguir la repetición y la alternancia de pequeños grupos característicos (generalmente no mayores de cuatro o cinco notas) a los que denominaremos células melódicas.

 

Como se ve, el esquema resulta análogo al de la sucesión de palabras en la formación de frases, pero debido a la carencia de significado de la música, la «palabra» musical -lo que acabamos de llamar célula melódica-posee una libertad y flexibilidad mucho mayores que su homologa en el lenguaje.

 

Finalmente, el tercer nivel está constituido por la repetición de grandes secuencias, formadas a su vez por amplios conjuntos recurrentes de frases y células básicas, lo cual es el germen de los diversos tipos de organizaciones formales en la música. La repetición es, por tanto, el fundamento de la forma de la música. Lo que distingue entre sí unas formas de otras es el modelo peculiar según el que la repetición se efectúa.

 

La dialéctica sonora estriba, por tanto, en el desajuste de las repeticiones: esto es, en crear en el oyente una determinada expectativa de audición, mediante reiteraciones sucesivas, que se destruye repentinamente merced a la aparición de variantes inesperadas.

 

 

 

 

 

El principio de simultaneidad

 

 

Habitualmente, y por mucho que nos haya gustado, no es común presenciar un filme o una obra de teatro más allá de dos veces. Análogamente, y salvo esos libros a los que se ama apasionadamente -que no suelen exceder de media docena-, escasamente volvemos a visitar con asiduidad un texto que ya hemos leído.

 

Sin necesidad de referirnos á la música -no siempre de nuestro agrado- que repetida, y a veces obsesivamente, nos imponen los medios masivos de comunicación, es evidente que, en la música, el fenómeno de la relectura posee un carácter dispar al señalado para las otras artes: escuchamos aquellas piezas musicales que nos conmueven -cuyo número puede llegar a ser muy extenso, por poco aficionados que seamos a este arte- una vez tras otra, o las tarareamos y procuramos recordarlas cuando no nos es posible oírlas. Hay obras musicales que nos acompañan durante toda nuestra vida, cuya audición hemos recreado cientos -e incluso miles- de veces, hasta un extremo tal que, por su amplitud, no guarda parangón alguno con la relación que establecemos con los demás objetos estéticos. Este hecho tan familiar no deja de resultar chocante. ¿Por qué sentimos una necesidad tan profunda de escuchar ciertas obras sin cansamos jamás de ellas?

 

Independientemente de otras consideraciones de índole psicológica en las que no es hora de adentrarse, la propia estructura de la música nos ofrece una razón de considerable peso. Podríamos formularla diciendo que en cada música hay muchas músicas. Y afirmamos esto no como una expresión de índole metafórica, sino como el enunciado de una propiedad característica del discurso musical no presentada por ningún otro arte: nos referimos a la simultaneidad del texto musical.

 

En efecto: la música más simple que podemos concebir está constituida, al menos, por una línea melódica que se escucha simultáneamente a un determinado esquema rítmico desarrollado bajo ella. Este conjunto -melodía y ritmo- es el primer eslabón de la compleja simultaneidad del texto musical.

 

Un segundo grado se establece si consideramos ciertas agregaciones de notas simultáneas que acompañan la melodía amplificando, por así decir, la densidad sonora de ciertos momentos. Cada uno de estos grupos de notas que se escuchan conjuntamente como si fueran un solo sonido compacto constituye lo que llamaremos acorde, y su totalidad establece un segundo discurso paralelo con la línea melódica (al que llamamos armonía), que aparece subordinado a ella, como es el caso de una canción acompañada. Habitualmente, la sucesión de acordes se encuentra estrechamente ligada con el esquema rítmico, del que es difícil separarla.

 

Existen más niveles de simultaneidad, como si dijésemos, más «pisos» dentro del tejido sonoro, incluso en el de las músicas más simples: paralelamente con una melodía suelen aparecer no solo conjuntos de acordes y pulsaciones rítmicas sino además otras melodías distintas que se desarrollan acompañando o respondiendo a la melodía principal, como si varias voces hablasen a la vez o se establecieran varios diálogos superpuestos. Esto es lo que llamamos contrapunto.

 

Es decir, que en el discurso musical -al que hemos visto articulado del mismo modo que el lenguaje- encontramos al menos dos leyes que le son específicas y no existen en las demás artes discursivas: la repetición y la existencia de discursos paralelos. Ese carácter de simultaneidad que la música posee es una de las razones que permiten que su escucha sea potencialmente inagotable; en efecto, siempre hay presentes mayor cantidad de elementos sonoros de los que el oído puede simultáneamente abarcar. Tal superposición de elementos define así un espacio sonoro que es una especie de segunda dimensión de la música.

 

 

 

 

 

El color de la música

 

 

Es un hecho común del habla cotidiana el que una misma frase pueda poseer sentidos muy diversos en razón del tono de voz del que la pronuncia; cualquier expresión de apariencia inocente puede llegar a transformarse en una injuria, o quizás una amenaza, sin que haya variado una sola de sus sílabas, en función tan solo de determinados matices de la voz del que la dice. Este fenómeno extremadamente peculiar del habla se halla ligado a su propia estructura sonora, y no a su estricta función de designar conceptos: es, en definitiva, una cualidad musical de las palabras, y no estrictamente gramatical.

 

De una manera análoga, el timbre de la música es una cualidad que puede variar enormemente su sentido, las imágenes que puede evocar y los sentimientos que su escucha puede producir. El timbre es esa cualidad que posee el sonido mediante la cual podemos distinguir dos notas, iguales en altura e intensidad, según el instrumento qúe las produce. En muchos aspectos el fenómeno del timbre es, en la música, un equivalente del color en la pintura o en el cine: mediante el timbre es posible diferenciar una mayor riqueza de planos acústicos y una mayor nitidez en la diferenciación de las diversas líneas melódicas.

 

Es casi seguro que el lector habrá escuchado alguna vez esa pieza magistral que es el Bolero, compuesto por Maurice Ravel para la bailarina Ida Rubinstein en 1928. Como es sabido, esta obra está construida simplemente mediante la repetición de dos melodías fuertemente emparentadas que se alternan sin variación alguna de ritmo ni armonía a lo largo de casi 20 minutos. Uno de los muchos aciertos de esta música asombrosa consiste en ir transformando el sentido de ese extenso tema de modo tal que unas veces resulta apacible, otras vagamente siniestro, otras irónico o sensual... sin otro procedimiento que confiarlo sucesivamente a toda suerte de combinaciones instrumentales, como si se tratara de un cristal de múltiples facetas. Ravel lleva aquí hasta el límite la posibilidad de construir un discurso musical basado exclusivamente en la transformación tímbrica, dejando invariables todos los elementos gramaticales del «lenguaje» musical. En otras palabras, e independientemente de otros valores, el Bolero es una demostración abrumadora de la importancia constructiva que posee el timbre.

 

El timbre no diferencia tan solo distintos instrumentos sino que varía también entre el registro grave y el agudo de una misma fuente sonora, lo cual es particularmente perceptible en la voz humana. El timbre tiene también entidad cuantitativa: no es igual el timbre de una nota ejecutada por un solo instrumento que por un grupo de instrumentos iguales; ese tipo de diferencia cualitativa en relación con la cantidad llega a influir en la estructura formal de la música. Por ejemplo, es uno de los fundamentos del concierto También, y para un mismo instrumento, existen muchas posibilidades de alteración del timbre. Por ejemplo, en los instrumentos de cuerda una misma nota varía sensiblemente su «color» según se ejecute sobre una cuerda u otra; y también con el tipo de producción del sonido, según cual sea la dirección del arco (hacia arriba o hacia abajo) o el lugar concreto de la cuerda en donde se ataque. Desde mediados del siglo xix el papel del timbre ha incrementado notablemente su importancia.

 

Este tipo de rasgo, que en el lenguaje está -según se ha dicho- al margen de la significación, adquiere en la música un carácter mucho más sustancial. No resulta aventurado afirmar que la tímbrica constituye la tercera dimensión de la música.

 

El distinto timbre de los instrumentos es consecuencia del fenómeno llamado resonancia. La resonancia es la propiedad acústica según la cual cualquier nota producida por un instrumento (a la que llamamos sonido fundamental) no se escucha sola, sino acompañada por otros sonidos más débiles que se forman simultáneamente con ella, llamados armónicos. Debido a su forma, construcción y materiales de los que está hecho, cada instrumento tiene una distribución peculiar de estos sonidos.

 

Es decir; cada instrumento presenta ciertos armónicos y carece de otros, existiendo además una gran variedad de intensidades entre los armónicos que posee. Asi, y como puede verse en el esquema adjunto, podemos distinguir unclarinete de un violin en virtud de su color característico: en el primero, éste se produce por la escasa potencia de armónicos intermedios; y en el segundo, por la potencia de sus armónicos superiores. Los armónicos naturales se encuentran en una relación parecida a los sonidos vocales del lenguaje: la u y la o presentan menos armónicos superiores que la e, la a y la /. En la orquesta, ciertos instrumentos como la trompa, la flauta y los metales de tubo cónico, tienen una fuerte tendencia al reforzamiento del primer armónico, y los de cuerda, singularmente los violines, por el contrario presentan armónicos agudos bastante potentes. Por esta razón habrá observado el lector que la flauta, por ejemplo, pareciera emitir constantemente una u y los violines una i.

 

 

 

 

 

 

El arte del tiempo y de la memoria

 

 

La repetición se produce en la música en tres niveles diferentes : el del ritmo, el de la melodía y el de la estructura formal; cada uno de estos niveles se desarrolla en una escala de tiempo distinta, y ese trabajo de la música en tres espacios simultáneos del recuerdo temporal es quizá la razón del poderoso efecto que ejerce sobre la conciencia humana.

 

Para reconocer un vals basta apenas con escuchar dos veces su pulsación característica de tres golpes. El reconocimiento del ritmo es casi inmediato y su pulsación se dirige hacia lo que podríamos llamar la «memoriamotriz», esa especie de «reloj interior que controla los movimientos automáticos del organismo. La música opera aquí, bien sea facilitando ese reconocimiento o defraudándolo al introducir cambios súbitos de acentuación o ritmos irregulares. Una parte del rotundo efecto del último tiempo de la Cuarta sinfonía de Brahms consiste en las alteraciones de acentuación que se producen en cada repetición del tema, construido mediante una secuencia de ocho compases que se reitera de principio a fin sin variación armónica.

 

La identificación de una melodía sigue una pauta temporal más dilatada, debido a su estructura más amplia, y no se basa tan solo en la componente rítmica sino, sobre todo’, en el reconocimiento de las notas, lo cual es un hecho acústico por entero diferente, ligado al más elevado período de vibración que poseen las notas agudas con relación a las graves. La memoria requerida por la melodía es distinta de la rítmica. Una melodía es un conjunto de fases (o sea, de ordenaciones de notas) que siguen un principio recurrente y cuyo sentido consiste en partir de un determinado punto de la escala para, tras diversos movimientos ascendentes y descendentes, retornar a él. Esa nota de llegada que relaja la tensión y permite un reposo (siquiera momentáneo) es la que se llama tónica. Una melodía puede no comenzaren la tónica, pero sí ha de concluir obligadamente en ella. Existe una fuerte relación entre las notas de las escalas, de modo tal que cuando la melodía (y los acordes que la acompañan, lo que llamamos armonía) se fija en torno a unas u otras, se produce una lejanía mayor o menor del punto de retorno.

 

En la dosiñcación de este efecto se basa la expresividad melódico-armónica, en la distancia que el oyente percibe -aunque no tenga conciencia de tal hecho- entre cada instante de una melodía y la demora en el retorno a la tónica. Wagner ha desarrollado enormemente este principio. El efecto insospechado de muchas secuencias melódicas se basa en la inesperada sustitución de una tónica por otra, de tal manera que cuando el oído demanda la conclusión sobre un cierto tono, es a otro distinto al que se regresa. Esto es lo que significa el concepto modulación. Un célebre ejemplo se encuentra en el 2." tiempo de la Quinta sinfonía de Beethoven, donde el tema, que se desarrolla inicialmente en la bemol, pasa de forma súbita a do mayor, produciendo un enervante contraste. No importa que conozcamos el pasaje previamente: el efecto es inmediato e independiente del raciocinio. La «memoria» melódico-armónica es una «memoria emotiva».

 

Finalmente, la escala de tiempo correspondiente a la percepción de la forma es la más dilatada de las tres, y su comprensión es fundamentalmente «intelectual», ya que las reapariciones se operan sobre segmentos de dimensión considerable, que engloban, a su vez, combinaciones de secuencias rítmicas y melódico-ar-mónicas. Por continuar con el modelo lingüístico que venimos utilizando, si el nivel de la melodía se corresponde, por ejemplo, con el de la proposición gramatical formada por varias oraciones, el nivel de la forma sería el equivalente al de la narración completa de un cuento. Como los libros, las grandes formas musicales se encuentran articuladas en capítulos, a los que se denomina tiempos o movimientos.

 

Las formas son, por tanto, los posibles itinerarios que la repetición y la simultaneidad dibujan en la memoria, entre puntos fijos de comienzo y de retorno.

 

 

 

 

 

Tres géneros de música

 

 

A lo largo de la historia, la música ha elaborado gran cantidad de estructuras formales. Unas han desaparecido a partir de cierto momento; otras han permanecido desde su aparición hasta casi nuestros días. No todas las formas han existido en-todas las épocas y, además, han sufrido, profundos cambios hasta hacerse casi irreconocibles, conservando tan solo su denominación. Una forma es, en realidad, todo un pro'ceso histórico y estético, que asume diversos esquemas a lo largo del tiempo. Cabría hacer la distinción clásica entre forma y estructura, diciendo que una misma forma (por ejemplo, la ópera) tiene una estructura muy distinta en el siglo xvn que en el siglo xix. Resulta, por tanto, problemático abordar una clasificación de las formas musicales, ya que formas muy distintas en un momento dado (como pueden ser la sinfonía y la cantata en el arte clásico) pueden estar en otra época muy próximas entre sí (como sucede con las sinfonías de Mahler que incorporan el canto).

 

Por el momento, nos limitaremos a señalar los tres géneros fundamentales en que las formas pueden agruparse:

 

• Instrumental, que comprende toda aquella música realizada exclusivamente mediante instrumentos, excluyendo la voz humana. También pueden considerarse como instru-18 mentales ciertas obras (como Sirenas de Debussy, para orquesta y coro femenino) que, aun conteniendo canto, lo utilizan tan solo en función de su tímbrica, sin incluir palabras. En el género instrumental pueden señalarse dos grupos:

 

- Música instrumental pura, que desarrolla las relaciones de ordenación entre los elementos sonoros, excluyendo todo propósito argumental. A este grupo pertenecen todas aquellas formas que, como el concierto, la sonata o la sinfonía, persiguen exclusivamente lo que podríamos llamar la «investigación sintáctica», tratándose, por tanto, de música abstracta.

 

- Música programática, que trata de evocar situaciones, ambientes e incluso describir hechos, poseyendo por tanto una motivación extramusical. El caso límite sería el del poema sinfónico, cuya pretensión es casi narrativa. Las formas abstractas, tal como se definieron en el epígrafe anterior, tienden, durante el Romanticismo, a adquirir una suerte de «superestructura argumental», de modo que, hacia finales del siglo xix, la diferencia entre música «pura» y música «de programa» se vuelve más imprecisa í*>.

 

A su vez, y según se trate de un conjunto instrumental mayor o menor, la música instrumental suele clasificarse como música de cámara (para un solista o un grupo pequeño de intérpretes) o música sinfónica (para un gran conjunto de instrumentos). La diferencia no es solamente cuantitativa sino también cualitativa. Así, en la música de cámara, cada ejecutante es solista de su parte, mientras que el estilo sinfónico se basa en la multiplicación de intérpretes para casi todas ellas. En una orquesta, la parte del primer violín, por ejemplo, es ejecutada por ocho, diez o más instrumentos iguales simultáneamente.

 

• Vocal, que comprende la música cantada con o sin acompañamiento de instrumentos, tal como la canción monódica o polifónica, la cantata o el oratorio, independientemente de su carácter religioso o profano.

 

• Audiovisual, en que la música cumple una función de «caja de resonancia» para amplificar o prolongar el efecto drámatico de una representación. En este grupo incluiremos la música incidental de teatro, la ópera, el ballet y la música cinematográfica.

 

Cada género de música engendra un universo sonoro distinto, planteando, por lo tanto, formas de escucha diversificadas.

 

 

[spoiler=¿Vocal o instrumental?]La diferenciación tajante que suele establecerse entre los géneros de música no deja de ser una de tantas distinciones que, aunque se conserven por razones de claridad teórica, carecen de verdadera entidad real. Veamos un ejemplo cercano: en el siglo XIX no existían medios de reproducción mecánica de la música. Si se quería escuchar, pongamos, una sinfonía, era preciso desplazarse a una sala de conciertos, dependiendo del programa concreto de la ejecución. Escuchar en casa cierta música no era posible a voluntad. Esto ocasiona la edición de gran cantidad de transcripciones de música originalmente orquestal que se adapta para uso doméstico, en versiones de piano para dos o incluso un intérprete. Seria pues, un caso de música sinfónica que se convierte en música de cámara. Evidentemente, gran parte del interés formal de la música de orquesta que, según avanza la historia, se basa cada vez más en combinaciones timbricas precisas, se pierde al reducir la partitura al teclado del piano. Liszt, por ejemplo, fue un excepcional transcriptor y, junto con las sinfonías de Beethoven, reescribió mucha música para su instrumento, contribuyendo a popularizar autores como Schubert o Schu-mann, de muchas de cuyas canciones realizó versiones pianísticas. Seria otro ejemplo de conversión, ahora de música vocal en instrumental. Como sucede con una sinfonía, se trata en parte de la misma música y en parte no, al desaparecer el canto y las palabras.

 

En épocas anteriores, la transcripción era un hábito consuetudinario. Por ejemplo, en los siglos XIII-XV era frecuente interpretar algunas piezas polifónicas tan solo mediante instrumentos durante la misa, desapareciendo por tanto el correspondiente texto litúrgico.

 

 

 

 

 

Las formas abstractas. Recurrencia y desarrollo

 

 

En otro lugar hemos visto que la música carece de significación, al contrario que el lenguaje, con el que conserva, sin embargo, un estrecho parentesco en lo tocante a su estructura. En éste solamente existen dos planos de articulación, y el paso del uno al otro (del fonema a las unidades significantes tales como las palabras) comporta la aparición del significado, que es el principio ordenador de la comunicación oral. En la música no sucede así y, por tanto, la articulación es mucho más libre y puede establecerse en mayor número de niveles cada vez más complejos. Las dos ideas básicas de la organización musical son, por tanto, la repetición y la variación, esto es, los elementos que se repiten sufren determinadas transformaciones para que, aun siendo reconocibles por el oído, aporten un determinado potencial de novedad en cada reaparición. La estructura general de las formas abstractas se basa precisamente en que una misma idea musical se desarrolle simultáneamente en varias escalas de tiempo <2. , de modo que la forma total -la macro-forma- y la de cada elemento -la mi-croforma- estén presididas por una misma idea constructiva que se amplifica, aplicándose sobre unidades de discurso cada vez mayores.

 

Por lo tanto, el esquema formal más sencillo se basa en la simple alternancia de dos secuencias contrastantes, como sucede en la canción al alternar la copla con el estribillo. Esta idea elemental proporciona ya dos esquemas formales: el tipo binario A-B y el temario A-B-A\ en que la primera secuencia se repite con algún tipo de variación. A su vez, y dentro del esquema de canción, la secuencia A puede descomponerse, por ejemplo, en dos fragmentos melódicos ligados -antecedente y consecuente-, cada uno de los cuales puede ser analizable en grupos de frases emparentadas de dos en dos. Normalmente el análisis puede proseguirse hasta el nivel de cada célula melódica e incluso en el interior de ella. La forma musical más simple encierra potencialmente en su interior toda la complejidad del discurso musical.

 

Un sistema más elaborado se basa no solo en la alternancia, sino en el desarrollo, es decir, que el segmento B no sea una simple secuencia contrastante, sino un tratamiento del material expuesto en la secuencia A, de modo tal, que los elementos allí presentados se desarticulan y rearticulan en toda suerte de combinaciones y transformaciones rítmicas, melódico-armónicas y tímbricas, para volver a una reexposición conclusiva de la secuencia inicial. Esta idea, tratada con amplia libertad, puede también hallarse en los períodos más o menos improvisados de los grandes solistas del jazz y el rock: una melodía o un segmento de ella se desarrolla transformando sus intervalos y esquemas rítmicos hasta resultar casi irreconocible, tras de lo cual se reexpone para, concluido el episodio, pasar a otra sección. Véase, por ejemplo, el brillante interluidio central, confiado primero al órgano y después a la guitarra, en la versión de Light my Jire por The Doors.

 

Tenemos así dos tipos básicos de construcción de formas: las que se basan en la pura recurrencia y las que se originan en torno a la elaboración del desarrollo. Las complejas formas del Barroco y el Clasicismo se establecen sobre la alternancia de ambas posibilidades, siendo a la vez progresivas, repetitivas y contrastantes. Podría hablarse, en ellas, de una «multiplicación formal», en el sentido de que cada secuencia es un modelo reducido de la totalidad.

 

Resulta por tanto que, como en la pintura o la arquitectura, una forma en música no es una mera agrupación de segmentos, sino un conjunto orgánico de relaciones que se establecen entre todos y cada uno de los elementos del discurso a través de los procesos de articulación y simultaneidad a los que en anteriores capítulos nos hemos referido: -una sinfonía no es solamente un conjunto de cuatro tiempos, sino un sistema de conexiones entre ellos. Así, la percepción de la forma es, en la música abstracta, un fenómeno de comprensión: fijar en la memoria ciertos acontecimientos sonoros para poder reconocer las transformaciones que sobre ellos se operan posteriormente y sus reapariciones sucesivas.

 

 

 

 

 

 

 

Bailar

 

 

Junto con la canción, el uso social más difundido de la música es el baile. Muchas danzas son también cantadas, pero es frecuente que la música que acompaña a la danza sea producida exclusivamente por instrumentos. Es aquí donde se encuentra el origen de la música instrumental moderna y el punto de partida de sus formas.

 

Durante el medievo era frecuente agrupar las danzas de dos en dos y hacia el siglo xvi se estableció el hábito, procedente de los laudistas italianos, de comenzar estas agrupaciones mediante un preludio breve de estructura libre. Estos rasgos caracterizarán a la más antigua de las formas instrumentales de varios tiempos, la suite, que recibe su nombre francés por tratarse de una sucesión de danzas distintas en una misma tónica , que contrastan por sus movimientos alternativamente rápidos y lentos.

 

La estructura interna de la mayor parte de las danzas de la suite corresponde a un esquema binario A-B. En la primera secuencia, el tema de la danza se expone en el tono principal; en la segunda, modula para pasar como nueva tónica al 5.° grado de dicho tono -llamado dominante-, concluyendo nuevamente en el tono original -que es el general de toda la suite- Cada una de estas secciones se repite a su vez, con lo que el esquema binario se constituye como AA-BB, que es la estructura de uso común hacia el final del siglo XVII. En esta simple idea podemos ya apreciar un principio básico de la construcción de formas: los cambios de tónica (las modulaciones) en el interior del discurso son inseparables de las estructuras formales.

 

Las danzas que integran la suite y el orden de las mismas están, hacia esta época, establecidos con cierta fijeza. El modelo que suele tomarse como típico es el del alemán Johann Jakob Froberger (1616-1667), que comprende un mínimo de cuatro danzas: alle-mande (o alemana, en ritmo de dos o cuatro partes y movimiento moderado), courante (o corranda, en ritmo de tres partes, rápida), zarabanda (ritmode tres y lenta) y giga (de movimiento rápido y de tres, seis, nueve o doce partes). Esta disposición es la que posteriormente originó la sonata '-L de cuatro tiempos.

 

Entre la zarabanda y la giga solían intercalarse otras danzas de análogo esquema binario, tales como la gavo-ta, la bourée, la lome, la musette, la forlana, el pasapié o la siciliana, o de esquema diferente, como el minuetto o el rondó '-L , particularmente empleado por la escuela francesa. También era frecuente la inserción de un aria, forma predominantemente melódica y no bailable.

 

Algunas danzas solían repetirse, imponiéndose la costumbre de dar nuevo interés a la melodía mediante ornamentos. Esa segunda versión adornada de la danza se denomina doble y parece tener su origen en las improvisaciones virtuosísticas que los vihuelistas españoles del siglo xv realizaban en la música de danza, llamadas diferencias. Este es el origen de las variaciones ti>.

 

La suite, a la que los franceses -particularmente Couperin y sus discípulos- han denominado también orden y los alemanes partita, tiene diversas formas afínes dentro del estilo de la música cortesana del siglo xvm, tales como el divertimento y la casación, que solían comenzar con una marcha, e incorporan frecuentemente dos minuetos, separando las demás danzas para contrastar las estructuras. La serenata es un tipo de divertimento que solía ejecutarse al aire libre o durante la cena. También recibe el nombre de suite la selección de las piezas del ballet de una ópera o la agrupación de los números principales de una representación coreográfica para su audición sinfónica.

 

La suite va desapareciendo como tal forma a lo largo del siglo XIX y adquiere una cierta tendencia a convertirse simplemente en un agregado de breves piezas contrastantes. A comienzos del presente siglo se producen diversos movimientos musicales que retornan al Neoclásico y, de manera más o menos paródica, la forma suite realiza una fugaz reaparición con Stravinski (Dumbarton Oaks), Ravel {Le tombeau de Couperin), Milhaud (suites para orquesta), Briten (Gloriaría) o Bartok {Suite de danzas).

 

 

El gran auge experimentado por la música en disco a partir del final de los años cincuenta, con la introducción del microsurco y la estereofonía, hace que este producto deje de ser una simple recopilación de canciones de los intérpretes de moda para adquirir una cierta entidad orgánica. Uno de los primeros ejemplos en que encontramos brillantemente desarrollada esta problemática -que después se ha hecho habitual- es Freak out (1966), de Frank Zappa & Mothers of In-vention. Los dos ejemplos posteriores más famosos -y quizá aún hoy dia los más bellos- son Sgt. Pepper (1967),de The Beatles, y Her Satanic Majestic re-quiest, de The Rolling Stones (1967).

 

En cualquiera de estos casos podemos hallar una estructura análoga: una determinada pieza aparece al comienzo y al final con ciertas variaciones instrumentales (a guisa de obertura y postludio) para contribuir a la unidad del total, que aparece articulada'por un conjunto de canciones claramente bailables que alternan los ritmos y el movimiento, desarrollándose en tonalidades próximas. La mayoría de tales piezas, si bien no poseen un esquema binario como el descrito, si tienen la estructura típicamente recurrente de la canción: copla-estribillo, pudiendo constatarse también pequeñas variaciones contrapuntisticas o timbricas en las repeticiones. No es, por tanto, un dictamen gratuito asignar estas producciones maestras del rock como pertenecientes a una tipología general de suite moderna.

 

 

 

 

 

 

La sonata: orígenes

 

 

La denominación de sonata para cierto tipo de música instrumental encierra una ambigüedad: sucede que esta misma palabra se aplica a dos entidades musicales fuertemente relacionadas, pero distintas. Así, el término sonata designa a la vez:

 

• Un tipo peculiar de estructura formal ternaria A-B-A' basada en que la sección B es un desarrollo del material expuesto en A, que después se recapitula en A’, y de movimiento más bien rápido.

 

• Un tipo de obra instrumental en tres tiempos -menos frecuentemente en cuatro-, el primero y a veces el último de los cuales posee una estructura tal como la descrita en el apartado anterior.

 

Con el mismo nombre, en consecuencia, se denomina tanto a la forma de una de las partes de cierto tipo de obras como a la de la totalidad de la obra misma. Por ello, y aunque pueda parecer una tautología, podríamos establecer la siguiente definición: la sonata es un tipo de obra instrumental en varios tiempos, el primero de los cuales tiene forma de sonata.

 

El nombre proviene del italiano suonare, tocar un instrumento; también en el castellano renacentista podemos verificar el empleo del verbo sonar con idéntico significado. Hacia los siglos xv y xvi era habitual ejecu-24 tar piezas polifónicas con instrumentos y, en tales épocas, el término definía cualquier composición exclusivamente instrumental: la sonata (lo que se toca) era, por así decir, lo opuesto a la cantata (lo que se canta). El primero en emplear este título de manera sistemática para describir una pieza instrumental en varios tiempos fue, al parecer, Giovanni Croce (1557-1609). Hacia comienzos del siglo xvil era ya común, sobre todo entre los compositores venecianos, la práctica de un cierto tipo de música que, aun ejecutándose mediante instrumentos, se conservaba más o menos dentro de los límites posibles para el canto: estas piezas se denominaban canzoni per suonare (o sea, canciones para tocar con instrumentos). Los italianos distinguían entre la sonata da chiesa (de iglesia) de tipo contrapun-tístico y la sonata da camera de estilo cortesano, que era una especie de sucesión de danzas. Como se ve, la primitiva sonata tiene una forma global casi indistinguible de la suites.

 

Es importante detenerse en estas nomenclaturas, pues nos indican ya un fenómeno decisivo en la historia de la música: hasta esta época los instrumentos han desempeñado un papel fundamentalmente subordinado al canto; la unión entre música y palabra -relacionada estrechamente con la liturgia es tan poderosa que casi no cabe imaginar a la primera si no es para dar amplitud y realce a la segunda. La aparición, por ello, de piezas que aun conservando las limitaciones y el estilo de lo vocal- nazcan ya sin el apoyo del texto marca todo un nuevo concepto en el desarrollo del arte de los sonidos: la música ya no precisará de la palabra como motor exclusivo de creación. A partir de este momento cabe imaginar una música absolutamente abstracta. La paulatina aparición de la suite y la sonata provoca una profunda inñexión en la estética musical: la emancipación de los instrumentos hacia una expresividad nueva, la concepción de formas que, a su vez, obligarán a los instrumentos a transformarse. Por ello, serán las estructuras más complejas las que sobrevivan. Así, una forma como la suite, basada a la postre en la simple recurrencia, tendrá unas posibilidades más limitadas que las de la sonata, que, por su misma esencia -el desarrollo temático-, posee una capacidad de adaptación y transformación infinitamente más elevada. La sonata es la forma fundamental de toda la música del Occidente desde el final del siglo xvii.

 

 

 

 

 

 

 

 

La sinfonía

 

 

 

La sinfonía no es sino una sonata sinfónica, planteada desde los requerimientos específicos de un «gran» conjunto de instrumentos (que podían oscilar sobre la docena en tiempos de Haydn, treinta y cinco o cuarenta en los de Beethoven, sesenta o setenta en la época de Brahms, Bruckner y Wag-ner, y que alcanza casi el centenar en nuestros días). Quiere esto decir que si una sonata de estilo camerístico cuenta con dos o tres intérpretes, sus recursos tímbricos con vistas al desarrollo son sin duda menores que los de un conjunto de grandes dimensiones y colores muy variados. La historia de la sinfonía es, por ello, la historia misma de la orquesta como organismo: de ahí la expresión «estilo sinfónico» «L para caracterizarla.

 

Los rasgos que hacen diferir la sinfonía de la sonata se derivan del paso de una música de solistas a otra de duplicaciones: el primordial de ellos es la mayor duración y complejidad de los desarrollos, ligados al enriquecimiento tímbrico. Esta mayor longitud comparativa del allegro* inicial obliga también a una mayor expansión y envergadura de las transiciones antes de alcanzar el tiempo conclusivo, que tiende también a dilatarse. Por ello, y desde sus orígenes, se incorpora un tiempo intermedio, no siempre presente en la sonata de cámara, que se sitúa entre el allegro y el tiempo lento o entre éste y el rondó. Este 4.° tiempo interpolado será un minuetto.

 

Esta danza francesa, de origen popular, se caracteriza por su ritmo ternario muy perceptible y su movimiento moderado. Su forma es también tripartita A-B-A', ñero, a diferencia del lied, la repetición de A es textual y sin variaciones. El episodio B se denomina trio, ya que, a diferencia del A que se ejecuta por todo el conjunto, era confiado ordinariamente a tres solistas. A partir de su inclusión en el plan de la sinfonía, la rapidez del movimiento del minuetto no deja de crecer. Beethoven desarrolló un tipo de escritura que se impuso definitivamente, convirtiendo el mi-nuetto en un movimiento sumamente rápido e incisivo, sin alterar esencialmente su estructura, al que denominó scherzo, voz italiana que significa broma. Muchos compositores trataron posteriormente el scherzo como una pieza aislada e independiente. Resultan especialmente memorables los cuatro compuestos por Fréderic Chopin entre 1835 y 1843.

 

Como sucede con la sonata, la estructura de la sinfonía se torna más flexible a lo largo del siglo XIX y sus propósitos se cargan de «programatismo» y de elementos no abstractos, tales como la palabra cantada (incluida primeramente por Beethoven en el final de la Novena sinfonía). Hacia 1900, alguna de las últimas obras de Mahler -quien había afirmado que «una sinfonía es todo un mundo»- se halla mucho más cercana al oratorio que al esquema general expuesto -como sucede con su Octava sinfonía-, No obstante, y salvo en este ejemplo extremo -junto con la Canción de la Tierra, su última obra, a la que denomina también «sinfonía de canciones»-, puede aún percibirse, muy amplificado, el plan general característico: un primer allegro tripartito, un conjunto de tiempos de ritmo más o menos vivo (que vienen a constituir en su conjunto una especie de despliegue del scherzo), un adagio y un tiempo final de proporciones considerables y forma intermedia entre la recurrencia y el desarrollo. Este tipo de disposición se encuentra en. sus sinfonías tercera, sexta y séptima. Lo que sí ha desaparecido es la sujeción absoluta al esquema modulante, para sustituirse por una especie de marcha irreversible de unas tonalidades hacia otras. Las conexiones entre los tiempos se establecen entonces mediante procedimientos cíclicos o haciendo reaparecer materiales de unos tiempos en el interior de otros.

 

 

 

 

 

 

El concierto

 

 

La oscura mole de un piano se interpone entre el espectador y la orquesta. Esta, tras un silencio, proclama imperiosa un primer tema; el solista calla. Otro tema sucede al primero. Pareciera haber una amplificación del tiempo: cada segundo que transcurre es denso, casi sólido, cargado de una oscura ansiedad. Repentinamente, el piano irrumpe en el conjunto y, con la abrumadora sonoridad de sus 226 cuerdas, pareciera reducir a un absoluto mutismo al resto de los músicos. Solo ya, se explaya en la exposición del mismo tema que antes escuchásemos cantado por todos los instrumentos. Tras un período más íntimo, en el que se dilata en la contemplación del segundo tema, emprende un brillante chisporroteo de ágiles piruetas cuya coronación, en un vibrante crescendo, es absorbida por la orquesta, que inicia el desarrollo. A partir de aquí, el diálogo continúa y el intercambio de ritmos y melodías se hace cada vez más frecuente, se produce una viva relación entre los antagonistas, y tan pronto el solista acompaña el canto de la orquesta como se deja abrazar por sus voces sosegadas... Ya cerca del final, los temas se reexponen con análogo brío que al comienzo. Entonces, y tras un prolongado acorde de 6.a-4.a, queda el piano nuevamente solo. El director se vuelve y lo mira. Los demás músicos descansan la posición de los instrumentos y lo miran también. Lenta, morosamente al comienzo y con una energía que crece implacable, el solista rememora los temas principales y, con virtuosismo cada vez mayor, los decora con complicados y casi imposibles adornos, entregándose luego a una violenta orgía de increíbles habilidades. Es el fin. La orquesta, casi abrumada, recapitula el motivo principal y se desploma como exhausta. El espectador está anonadado y con la boca abierta. Pero aún quedan dos tiempos más.

 

Como el lector habrá sin duda apreciado, el primer movimiento de la forma concierto tiene también esquema de sonata. La diferencia básica con ella es la inclusión de un instrumento solista-que en nuestra parodia ha sido el piano, tan espectacular...-con el que la orquesta dialoga e intercambia el material a lo largo del desarrollo. Nuestra descripción concluye tras el primer tiempo: los otros dos son los ya conocidos de la forma sonata en tres partes 4L Los rasgos característicos de la forma concertante (o concierto) y que lo oponen a la sonata son, por tanto:

 

• El carácter esencial de diálogo entre un conjunto instrumental y un solista.

 

• El aspecto virtuosístico y de lucimiento que este diálogo suele asumir (lo que, en principio, no está en absoluto reñido con la calidad de la música).

 

• La inclusión de fragmentos «a solo» al final de cada tiempo, entre la reexposición y la coda (esto es, la conclusión), llamados cadenzas, que eran originalmente improvisados, compuestos por el ejecutante o por otros compositores, y cuya finalidad era la exhibición de las habilidades técnicas del intérprete.

 

Aunque las formas concertantes son más o menos tan antiguas como el resto de la música instrumental, no puede extrañar que, debido al carácter de oposición entre un instrumento aislado y un conjunto mayor o menor, se convirtiera en una pieza específica de la escritura romántica. El fenómeno del virtuosismo, la victoria de la técnica sobre las dificultades de la ejecución, es todo un trasunto de la concepción burguesa, cuya utopía es la edificación de un mundo sin terrores, los secretos de cuya naturaleza han sido desentrañados por la ciencia... El concierto se convirtió así poco menos que en el símbolo sonoro del individualismo romántico. Y gracias a ello, y al trabajo de artesanos geniales, urgidos por los problemas técnicos que los grandes virtuosos del siglo XIX planteaban, ciertos instrumentos (como el caso del piano) alcanzaron un desarrollo y una perfección asombrosos.

 

 

 

 

Temas y variaciones

 

 

 

Esta es una expresión del habla común: «Fulano siempre dice lo mismo: variaciones sobre el mismo tema». El hecho es que de una forma casi intuitiva, o por mejor decir heredada en esa memoria común que es el lenguaje, todos tenemos una idea más o menos vaga del significado de esa expresión, que suele connotar monotonía, uniformidad y... cierto aburrimiento.

 

La realidad musical no tiene, sin embargo, por qué ser así. De hecho, deben existir pocas músicas más apasionantes y variadas que las Variaciones sobre un tema de Haydn, de Brahms. Y ¿quién no ha escuchado con evidente placer esas divertidas variaciones sobre el rondó de Abdela-zar de Purcell compuestas por Benjamín Britten en 1946 y conocidas con el sobrenombre de Guía de orquesta para jóvenes?

 

El concepto de variación expresa tanto una forma en sí como un proceso que puede aplicarse en cualquier situación musical, tanto en medio de un desarrollo de sonata como en una ópera: son merecidamente célebres las variaciones de Wozzeck, ópera compuesta por Alban Berg en 1924, perfectamente acopladas, por lo demás, al esquema dramático (escena de María leyendo la Biblia al comienzo del tercer acto). En cuanto proceso, la variación indica todo tipo de transformación a que puede verse sometido un tema sin cambiar en sus aspectos esenciales. En otras palabras, conseguir que un tema siga reconociéndose habiéndolo alterado hasta el límite de lo posible. La variación implica, por lo tanto, una literalidad y, a la vez, una distancia. Entendida en un sentido tan amplio, la idea de variación es tan antigua como la música misma: de hecho, la tendencia general de la organización de cualquier forma es cambiar el aspecto de la repetición mediante transformaciones o adiciones para provocar una cierta expectativa. Conviene, por ello, definir o fijar algo más lo que entendemos por variación en sentido estricto.

 

La variación como forma, es un tipo de estructura recurrente y progresiva. Esquemáticamente, cabría sintetizarla como A-A1-Á2-Á3-...-A11-A. Es decir, se trata de una serie (por' esto se usa el nombre en plural, variaciones) de transformaciones sucesivas de una misma secuencia referencial -el tema- que se va presentando bajo todos los aspectos posibles sin perder su legibilidad, mediante cambios en la armonía, la rítmica, adición de nuevas voces, supresiones... La denominada «rima interna» de cada dos versículos de los Salmos (y de muchos otros fragmentos bíblicos) sería algo así como un paralelismo de las varia ciones en el terreno literario.

 

En la escala de la forma, variación y desarrollo se oponen. Así, éste se basa en desarticular el tema en sus elementos característicos enfrentando unos a otros mediante superposiciones, yuxtaposiciones y cambios de toda índole que suelen llevar a la rearticulación en otro orden distinto del original. El principio formal de la variación se basa, por el contrario, en respetar el orden original de la articulación. Las variaciones son una sucesión progresiva de secuencias cerradas, a diferencia del desarrollo cuya idea motriz es la apertura polidirec-cional de la secuencia de origen.

 

El esquema moderno de las variaciones tiene su origen en las diferencias y los dobles de la suite 42. Formas afínes, caracterizadas por su esquema fuertemente cerrado, son la chacona y la passacaglia en que las variaciones Se establecen sobre un bajo armónico invariable. El tiempo final de la Cuarta sinfonía de Brahms es una passacaglia estricta.

 

La idea secuencial de tema con variaciones, o tema variado, ha producido formas híbridas con el rondó, como sucede en el tercer tiempo del Cuarteto Op. 132 de Beethoven o el adagio de la Sinfonía 4ª de Mahler.

 

 

 

 

 

 

La fuga

 

 

 

Hemos utilizado el término contrapunto para definir un determinado tipo de simultaneidad en el discurso sonoro, consistente en la presencia de varias líneas melódicas paralelas que alternan y dialogan entre sí, intercambiándose motivos u oponiéndose unas a otras. A cada una de estas líneas se la denomina voz, independientemente de si se trata de canto o bien de una parte instrumental. El estilo resultante de una escritura en que existe claro predomino de semejante idea se denomina polifónico o contra- ¡ puntístico. Los términos no son abso-1 lutamente sinónimos, pero no entra- o remos en mayor detalle. La fuga re- J presenta la culminación de tal estilo, §

 

Es probable que el lector haya can- sitado, o escuchado cantar alguna vez, <5 un canon: es ese tipo de música en s que todos los intérpretes cantan una f misma melodía pero, en lugar de co- ‘Jimenzar todos a la vez, desplazan el $ orden de entrada, de manera que licuando el iniciador del canto pasa a ^ la segunda frase, comienza otra persona con la primera, a la que sucede luego una tercera, y así sucesivamente. Un célebre ejemplo nos lo proporciona la canción francesa Frere Jac-ques. En el centro de la pieza Hunting song del álbum Baskct of lighí, del conjunto Pentangle, se interpreta un canon popular a tres voces, en versión a la vez cantada e instrumental.

 

Histórica y formalmente, este ejem-34 pío nos proporciona el origen de la fuga. Se trata, pues, de algo así como un canon sumamente complejo y elaborado. De hecho, en la Italia de los siglos XIV-XVI se denominaba fuga (huida) a las canciones con la forma arriba descrita. El calch inglés, la cac-cia italiana y el canon son estructuras contrapuntísticas imitativas que asumen formas análogas. Según el esquema se va complicando, aparecen los verdaderos antecesores de la fuga, en el ricercar italiano o en la forma equivalente española, el tiento (aúnen el siglo xvin encontramos la denominación intento para representar una pieza fugada), de la que músicos como Antonio de Cabezón (1510-1566) han legado ejemplos extraordinariamente originales.

 

Hacia el final del siglo xvn, la fuga aparece ya estructurada como forma esencialmente instrumental, gracias al trabajo de músicos como Giovanni Gabrieli (1557-1612) o Girolamo Frescobaldi (1583-1643). Pero el estilo fugado florece sobre todo en Alemania, donde la fuga se establece enseguida como una de las formas instrumentales básicas, merced a Jan Peterszoon Sweelinck (1562-1621), Jo-hann Pachelbel (1653-1706) o Die-trich Buxtehude (1637-1707) y, fundamentalmente, Johann Sebastian Bach (1685-1750).

 

La estructura de la fuga real es extremadamente libre dentro de un patrón ternario: la fuga de escuela, que obecede a un modelo sumamente preciso y estructurado, se corresponde muy poco con las fugas que la historia de la música nos ha proporcionado. Solamente indicaremos aquí que la idea de la exposición consiste en la aparición de un tema (llamado motivo o sujeto) en una de las voces, que se contesta con la aparición sucesiva en otra voz de la misma idea. Al producirse esta contestación, la voz inicial diseña un segundo elemento -contrasujeto o contramotivo-, esquema que se reproduce en las entradas de las demás voces. El desarrollo puede adquirir de hecho esquemas muy variables: su idea motriz consiste en trasladar la problemática de la exposición a los diversos tonos vecinos. La reexposición adquiere una configuración especial en que las sucesivas entradas del tema se realizan a intervalos temporales cada vez más breves, denominándose por ello estrecho.

 

La fuga se revitalizó parcialmente durante el Romanticismo, decayendo definitivamente en épocas más modernas, habiendo quedado relegada a ejercicio escolar. El compositor Bela Bartok (1881-1945), en el primer tiempo de su Música para cuerdas, percusión y celesta, replantea nuevamente una fuga.

 

 

 

 

 

Formas libres

 

 

 

Como en el habla ordinaria, el término libre, aplicado a algunas formas, mueve a cierta confusión. La palabra libre connota igualmente la idea de estructura variable -que la de desorden. Habría que comenzar diciendo que una forma libre no tiene por qué ser amorfa, sino que, más bien, no tiene unos elementos estructurales fijos que puedan caracterizarla. Las formas que incluimos bajo este epígrafe carecen de una sistematización precisa, y no ofrecemos de ellas sino la vaga constatación de que en su origen poseyeron carácter introductorio.

 

Como el prólogo en un libro, el preludio y sus formas afines: la fantasía, la toccata, la obertura... cumplieron originalmente la función de atraer y fijar la atención del oyente hacia un discurso musical más vasto, que se desarrollaba a continuación. Los laudistas italianos del siglo xvi, a quienes suele atribuirse la difusión de esta costumbre, anteponían a la suite <12 un breve período denominado into-nazione que servía para afinar el instrumento y, de paso, fijar en el oyente la referencia del tono principal en que las sucesivas danzas habrían de desarrollarse. Parece lógico que el preludio careciera de forma fija, puesto que su carácter introductorio obliga a modificarla para establecer una relación con aquello que ha de seguirlo. No obstante, y del mismo modo que el prólogo literario, acaba por convertirse en una pieza autónoma: recordemos la introducción versificada a La Celestina, con la célebre firma acrós-tica*, o el estudio “introductorio” sobre Génet, de Sartre, que terminó originando un voluminoso libro... Así, en Bach el preludio ha adquirido ya una consistencia notable y un refinamiento y variedad estructural sorprendentes: aunque siga empleándose con carácter prologal, se ha abierto una puerta hacia su emancipación, al igual que sus afines la fantasía y la toccata.

 

El caso de la obertura es, en cierta medida, análogo. Originalmente se emplea como introducción a las óperas, y también a algunas suites, asumiendo dos esquemas principales: el italiano de forma A-B-C, (rápido-lento-rápido) y el francés, de tipo A-B (len-to-rápido): en este segundo caso, la sección B suele presentar un aspecto fugado (obertura de El Mesías de Handel). Hasta comienzos del xvili es usual llamar sinfonía a la obertura de ópera: quizá su primer ejemplo sea la de Orfeo de Monteverdi (1608).

 

También en la música filmica se conserva esta retórica, y es habitual una pieza introductoria basada en los temas principales durante los «créditos» del comienzo.

 

La obertura acabará también convirtiéndose en una pieza independiente de naturaleza sinfónica, mientras el preludio y sus afines conservarán el carácter solista, tendiendo a agruparse en colecciones, como los de Chopin, Debussy, Rachmaninov, Skiriabin... casi exclusivamente pianísticos. En el siglo XIX la obertura se ha codificado también como un cierto género orquestal de estructura vagamente ternaria, emparentada de algún modo con el poema sinfónico: Mar en calma y viaje feliz y La gruta de Fingal, de Mendelssohn, o la Obertura trágica, de Brahms, son testimonios de ello.

 

También como formas libres podemos señalar la rapsodia, basada sobre la recurrencia y cuyo material suele ser de origen folklórico (recordemos las catorce que compusiera Liszt), el capricho y el impromptu, basado este último en la improvisación pianística y estructurado más bien sobre la simple oposición de elementos contrastantes. Por último, el estudio se halla ligado al aspecto didáctico de la ejecución, basándose su estructura en la repetición de un determinado problema técnico específico. Lo cual no impide la existencia de piezas que, aun naciendo con tal propósito, son auténticas obras maestras llenas de fuerza y expresividad. ¿Hace falta recordar los 24 estudios debidos a Chopin?

 

(*) Acróstico: tipo de escritura poética mediante la cual se forma una palabra tomando la primera letra de cada verso.

 

 

 

 

 

 

 

Romanza sin palabras

 

 

Hasta bien avanzado el siglo xvn, la tímbrica tiene un estatuto poco menos que aleatorio en la música europea. La composición es un trabajo mucho más momentaneizado que la imagen que hoy día poseemos, anclada aún en gran medida sobre loá postulados románticos. No se compone para la posteridad, sino para satisfacer necesidades concretas. La música está, en esta época, fuertemente ligada al lugar y la ocasión y, por ende, a las posibilidades peculiares de cada corte civil o eclesiástica. Esta situación hace que la música-al no existir unos patrones instrumentales universales- nazca con una cierta flexibilidad tímbrica y que, por ejemplo, se aborde con criterios muy poco definidos la escritura para órgano o clavecín, instrumentos que hoy nos resultan tan dispares. Según el status económico del músico, pasa de asalariado a profesional liberal -que es el cambio específico introducido por el Romanticismo, del que Beethoven es pionero- Se va produciendo una definición, perceptible desde casi un siglo antes, en el modo de producción instrumental de la música: la orquesta ha comenzado a ser una entidad de composición y tamaño más o menos estables, sostenida por grupos de mecenas burgueses y sociedades filarmónicas, y ese organismo ya cristalizado posee unos requerimientos especiales.

 

Así, la escritura instrumental se hace ya mucho más precisa desde finales del siglo XVlli y la orquesta comienza a crecer y a incorporar sonoridades de toda índole. El siglo xix será el siglo de la orquesta, y la música instrumental «pura» alcanzará un auge desconocido en épocas anteriores. Pero, al mismo tiempo que asistimos a ese enriquecimiento de la masa y el color orquestal, se produce un paralelo empobrecimiento de la variedad instrumental pretérita que, hija de un modo de producción artesano, se ve paulatinamente aplastada por la naciente industria. Los nuevos modelos instrumentales poseen una riqueza de matices, una potencia, una extensión y una nitidez asombrosas si se comparan con sus antecesores de un siglo atrás; pero ha sido a costa de uniformizar las diversas familias haciendo refundir en un solo tipo grupos que contenían varios más: así, la familia del oboe contaba con siete miembros a comienzos del siglo xvil, que se han sustituido por el oboe moderno y el corno inglés; la de las violas constaba de cinco... A su vez, la considerable variedad de los instrumentos de tecla (clavecín, clavicordio, espineta, virginal...) fue absorbida en su totalidad porel piano.

 

De algún modo, el Romanticismo es un movimiento esencialmente instrumental, universo sobre el que se investiga en busca de una expresividad creciente. Por esto, no es un exceso afirmar que toda la música instrumental del siglo XIX, incluso la designada mediante títulos estructurales (como Sinfonía n.° 5 o Sonata n.° 2), está imbuida de una voluntad vagamente programática. La estética musical romántica (Wackenroder, Scho-penhauer, Hoffmann...) descansa sobre la concepción del «lenguaje primordial de la emoción». La tesis vuelve, como vimos , sobre el modelo lingüístico, suponiendo que en la palabra existe una especie de «potencial emotivo puro» -la entonación, los matices...- que, al liberarse «históricamente» produce (o se transforma en) música. En tal orden de cosas, se dan afirmaciones como la de Schu-mann cuando, refiriéndose a Beetho-ven y Schubert, sostiene que «han conseguido» traducir al lenguaje de los sonidos cada instante de su vida».

 

Cada estado emotivo posee, en la concepción romántica de la música, su sonoridad característica. Nada extraña, pues, la predilección por el universo instrumental y, junto con él, la atención más y más minuciosa hacia las sugerencias de orden puramente tímbrico, factor que comienza a cobrar así su estatuto moderno, tan cuidadosamente valorado y medido en las poéticas de vanguardia, pese a partir de principios estéticos dispares.

 

 

 

 

 

 

Música, signo, descripción

 

 

Si hemos de explicar a alguien una cuestión concerniente, por ejemplo, a una silla, no solemos andar con este mueble a cuestas de un lado para otro. Utilizamos una cierta agrupación de sonidos -la palabra «silla» que lo representa o, si estamos en un país extranjero, recurrimos, por ejemplo, al dibujo. Cualquiera de estas posibilidades que nos permite sustituir un objeto o una idea por otro diseño cultural más manejable es un signo.

 

¿Cómo se establece culturalmente un signo? Cada cultura posee sus signos y éstos aparecen, desaparecen y se transforman en diversos períodos históricos; su génesis es fruto de determinado tipo de convenciones en las que participa tanto la motivación como el azar. Un signo es algo así como un «pacto», un convenio mediante el cual los habitantes de una cierta cultura se comprometen a utilizar un determinado conjunto de objetos lingüísticos o visuales que les aseguren un intercambio de ideas rápido y eficaz.

 

Si la música no es un discurso significante, ¿puede hablarse de signo al referirse a ella? Es obvio que no, en cuanto a su sistema general, pero también es evidente que su capacidad para producir emociones muy diversas pareciera sugerir una cierta entidad significante por su parte. De hecho, a lo largo de su historia se han producido asociaciones entre determinadas formaciones sonoras y ciertos conceptos. Palabra y música están unidas desde sus comienzos y las primeras formas musicales se basan en la estructura de las estrofas poéticas Así, textos de uso común y divulgado tienden, como en el caso de la música litúrgica, a revestirse de formaciones sonoras que se estereotipan y aparecen históricamente ligadas a ellas de un modo bastante estable; es, por ejemplo, un auténtico cliché, incluso en épocas muy antiguas, usar fórmulas ascendentes en el «et ascendit in caelum» o descendentes en el «et des-cendit de caelis» del Credo de la Misa. Entiéndase que hablamos de asociación y no de representación: una escala ascendente subraya, frente a ese texto, una cierta idea. Pero extraída de tal contexto, la escala en sí no puede sustituir al concepto designado por la palabra, permaneciendo tan solo una vaga sentimentalidad que se altera esencialmente al incluir dicha formación en otro discurso diferente.

 

Esta tendencia a asociar ideas con la textura musical es tan antigua como la música misma y, habiendo nacido en el territorio de lo vocal, desde muy pronto comenzó a penetrar en el ámbito instrumental puro. Al hablar del poema sinfónico , suelen citarse esporádicos precedentes antiguos, pero el hecho es que la voluntad descriptiva de la música se manifiesta en mayor o menor medida a lo largo de toda su historia, pese a tratarse de una especie de imposibilidad estructural, o quizá precisamente por ello. Así, la correspondencia entre lo significativo y la abstracción puede proseguirse hasta extremos tales como el de lo primera polifonía cuando, en el «et incamatus» del Credo, introduce sistemáticamente una rítmica de tres partes para conservar un paralelismo con la idea de la Trinidad. De hecho, toda la música litúrgica anterior al 1300 está repleta de esquemas e ideas correlativas entre los números, las proporciones, las palabras y los ritmos,'en una especie de «cébala* sonora». Éste tipo de preocupación impregna, de algún modo, todo el patrimonio de nuestra música y es aquí donde hay que buscar una de las raíces de los descriptivismos. Nada hay en sí de erróneo en tales propósitos: el error estriba en confundirlos con un sistema de representación claro, cerrado y legible.

 

El desarrollo de la música instrumental durante el siglo XIX, junto con las motivaciones «psicologistas» derivadas del individualismo romántico, proporcionan un poderoso impulso a este tipo de procesos asociativos, que se aplican en su mayor parte sobre la invención tímbrica.

 

 

 

 

 

 

El poema sinfónico

 

 

 

En su humilde vivienda, un artista, embriagado por los vapores del opio, se deja arrebatar por la ensoñación. Ante él aparecen prefigurados por una oscura tormenta, las imágenes del fracaso y la desesperanza. El cambiante huracán de .la pasión lo agita inclemente como a una frágil brizna. La oscuridad que lo rodea se quiebra repentinamente ante una claridad débil. Poco a poco, esa luz adquiere contornos definidos de los que emerge la imagen de la amada envuelta en una dulce irisación. Las tinieblas se disipan, pero tan solo un breve instante, y el fragor de la lucha y las dificultades lo envuelven de nuevo. Ya casi entregado a la derrota, el recuerdo de la amada lo conforta otra vez fugazmente, antes de disiparse como en una nube. Tragedia, triunfo y agonía. Dolor y consolación. Ensueños. Pasiones.

 

Muy resumido, es éste el programa trazado por Héctor Berlioz (1803-1869) para el primer tiempo de su Sinfonía fantástica, subtitulada «Episodio en la vida de un artista», compuesta hacia 1828 y cuyo estreno en 1830 marcó uno de los hitos más decisivos en el arranque del poema sinfónico. La obra -en cinco movimientos, dentro de un esquema de sinfonía bastante ortodoxo- desató la admiración más encendida por parte 42 de Liszt (cuya estética de compositor contribuyó notablemente a encauzar), Wagner, Schumann y muchos más. Hoy, aun cuando aquella para-femalia literaria pueda resultarnos excesiva, la obra no deja de producirnos una honda fascinación.

 

Berlioz abrió, en efecto, el camino hacia la música argumental. Si la pretensión descriptiva había sido una constante más o menos difusa en la música europea, a comienzos del siglo xix los intentos narrativos realizados con medios exclusivamente sonoros se multiplican. A la Sinfonía fantástica no tardarán en seguirle los catorce poemas sinfónicos compuestos por Liszt entre 1850 y 1882, el más conocido de los cuales es Los Preludios. César Frank, Tchaikovsky, Mussorgski, Rimsky-Korsakov, Richard Strauss, A. Skiriabin, Arnold Schónberg, Sibelius, Cari Nielsen... desarrollarán la idea hasta bien entrado nuestro siglo. Conrado del Campo, Hilarión Eslava, Granados, Guridi, Facundo de la Viña, entre los españoles, compondrán también piezas nada desdeñables dentro de esta línea.

 

La forma del poema sinfónico es, lógicamente, variable, ya que ha de adaptarse a una estructura extramusical. cual es el argumento que pretende narrarse. Este argumento solía facilitarse por los compositores impreso en el programa de mano, con un grado de minuciosidad tal que llegaba, en ocasiones, a la transcripción de los principales temas con indicación del personaje o circunstancia que representaban para evitar posibles pérdidas. Es obvio que, de no conocerse este argumento con anterioridad, la obra resulta en un cierto sentido ininteligible, pero, por lo general, este tipo de música presenta una notable inventiva tímbrica y un alto grado de contrastes como para que su audición «a ciegas» resulte enormemente estimulante.

 

El tratamiento de los materiales temáticos en el interior del poema sinfónico llega a alcanzar grados de sutileza sorprendentes. Puede decirse que, gracias al propósito narrativo, todas las entidades sonoras involucradas en tales músicas aparecen cargadas de un cierto potencial semántico. En efecto, para que un objeto cualquiera, como puede ser una palabra, tenga significación, ha de ser a costa de que otros objetos análogos no signifiquen. El sueño de la mentalidad romántica que aborda la composición de poemas sinfónicos es conseguir que todos los elementos sonoros, (puesto que con todos necesariamente ha de jugar), posean significado. Sueño imposible -por contradictorio-, pero no por ello necesariamente menos fructífero.

 

 

 

 

 

 

Palabras y música

 

 

 

Tomemos un fragmento poético cualquiera. Por ejemplo, esta estrofa de un conocido soneto de Garcilaso:

 

  • El ancho campo me parece estrecho,
    la noche clara para mí es oscura,
    la dulce compañía, amarga y dura
    y duro campo de batalla el lecho.

 

Por poca atención que pongamos en la lectura de estas palabras, observaremos que la emoción que nos produce procede, no ya del argumento -trivial en sí mismo- que desarrollan, sino de la estrecha interconexión entre los dos planos textuales distintos que se ofrecen superpuestos a nuestra contemplación. El más obvio procede del significado inmediato de las palabras y de los juegos de oposiciones (ancho/estrecho, clara/oscura, dul-ce/amarga...) que entre ellas se establecen.

 

El segundo nivel textual está constituido en su totalidad por valores que, aun procediendo del campo lingüístico, son independientes del proceso estricto de significación:

 

• La estrofa, un cuarteto, está construida por cuatro versos de once sílabas cada uno, siguiendo una ley de repetición simétrica.

• Al final de cada uno de ellos aparece un grupo de sonidos que se repiten, los de la 1ª sílaba sobre la 4ª y los de la 2ª sobre la 3ª

• En el interior de cada verso aparece una determinada distribución de acentos: lº, 2º y 4º presentan una «cresta» de acentuación sobre las sílabas 4ª y 10ª. El tercer verso modifica parcialmente este patrón al incidir sobre la 6ª sílaba, en una suerte de variación rítmica.

 

Estas leyes de disposición del texto -métrica, rima y pie acentual- se basan en la repetición de ciertos elementos sonoros, en su alternancia y en un determinado tipo de alteración del período rítmico. Estas recurrencias se manifiestan, a su vez, en distintas escalas que afectan tanto a unidades textuales de dimensión creciente: palabra/verso/estrofa, como a elementos fonéticos de naturaleza diversificada: rima/acentuación.

 

Tales principios, que son en definitiva las constantes del texto poético que lo distinguen de la prosa, son, asimismo, los principios organizadores de la textura musical. La emoción poética dimana precisamente de la íntima interpenetración que en ella se produce entre el nivel significativo y el nivel musical del texto, establecidos simultáneamente sobre el plano del lenguaje. La construcción poética, y por tanto su lectura, es aquel proceso mediante el cual se desvelan simultáneamente la esencia musical de la palabra y la organización lingüística de la música, y cada uno de estos dos universos expresivos parece mágicamente desbordarse sobre la faz del otro. La música se revela, en el texto poético, como el sentido que se abre más allá del límite del significado, en una especie de súbita epifanía. La palabra aparece como una música, lastrada por el anclaje histórico de la designación. La organización de la palabra poética es, por derecho propio, la primera -o si prefiere, la última- for-malización musical posible.

 

La música aparece, pues, como un tipo de amplitud sonora que se moldea sobre la pulsación de las palabras, las leyes métricas de cuyos períodos desarrolla. El movimiento característico de la melodía, con su alejamiento, acercamiento y resolución sobre la tónica*1 no es sino la proyección, en el terreno abstracto de la música, del dispositivo de la rima y, lo mismo que en ella, esa resolución plantea las dos variantes que articulan la base misma del discurso armónico: un tipo de resolución parcial denominado se-micadencia, equivalente al papel jugado por la rima en los versos centrales, y una resolución absoluta, llamada cadencia perfecta, equivalente al descanso final de la rima conclusiva.

 

 

 

[spoiler=Toda la música cabe en una canción]Tres son las formas básicas de la canción. Por complejas que puedan parecemos a primera vista, todas las formas musicales son reducibles a uno de estos modelos, o a una combinación:

 

  • • Forma estrófica, que es la correspondiente a un texto cuyas estrofas son iguales en métrica y rima. La música que acompaña a la primera de ellas sirve para todas las demás, pudiendo dar lugar a la aparición de variaciones. El esquema es el conocido A - A1 - A2 -... A. Entre estrofa y estrofa suelen aparecer interludios instrumentales de mayor o menor complejidad. Esta forma corresponde al romance popular y al himno religioso. Un delicada ejemplo actual seria Scarboroug fair, de Simón & Garfunkel.

 


 

  • • Forma binaria o de copla-estribillo. Es el conocido esquema de rondó. Se trata quizá del modelo más divulgado hoy.

  • • Forma ternaria, o tipo lied -palabra alemana que significa precisamente canción- Este esquema, el de mayor riqueza, es el germen de todas las formas complejas de la música europea, como la propia sonata. El aria vocal pertenece también a un tipo evolucionado de esta idea, provisto de un período instrumental de cierta entidad que la precede y concluye (denominado ritornello). Prácticamente la totalidad de las arias de la Pasión según San Mateo, de Bach, pertenecen a este modelo. El movimiento de suite de igual nombre se ajusta por lo general al esquema binario dominante en aquella forma (aria de la Suite en re mayor, de Bach). Durante el siglo XIX prolifera enormemente el género de canción acompañada al piano. Suele ser frecuente incluir referencias a la primera canción en el interior de la última, con cierto efecto cíclico. Por ejemplo, en Amor y vida de mujer, Op. 42 (1840), de Robert Schumann.

 

 

 

 

 

 

 

 

Formas medievales

 

 

Pese a las múltiples y conspicuas investigaciones realizadas en tomo al tema, la música del medievo sigue poseyendo un inevitable carácter conjetural. El mismo término «música medieval» aplicado a un período no menor de cinco siglos da idea de la generalización excesiva con la que nuestra concepción habitual suele enfrentar el tema. Exceso en el que hemos de recaer también aquí, debido al exiguo espacio disponible. Así, fijaremos tan solo dos géneros -religioso y profano-sumamente amplios y consideraremos algunas de las variadas formas que la época nos ofrece, sin definir aquellas que, como el motete, han sobrevivido al siglo XV y a las que nos referiremos en otro lugar.

 

La música religiosa aparece presidida por el canto gregoriano o canto llano, codificación producida hacia el siglo vil por el papa S. Gregorio sobre materiales salmodiados de tradición milenaria, donde se aglutinaron elementos cristianos y paganos procedentes de Grecia, Roma, Siria y Egipto. Esta música obedece a dos principios básicos: la monodia (una sola línea melódica) y el antifonismo (dos grupos de cantores que responden alternativamente). Dentro del vastísimo conjunto de estos cantos podemos distinguir dos tipos esenciales: el salmodiado (sobre un tono recto, monocorde, en el que varía tan solo el arranque y las terminaciones) y el canto melódico, en el que asistimos a formalizaciones ascendentes y descendentes, ora silábicas (cada sílaba del texto corresponde a una sola nota), ora melismáticas (a una sílaba corresponde una vocalización decorativa compuesta por varias notas). Aparecen aquí los primeros ejemplos históricos del conocido esquema de repetición ternaria A-B-A, como sucede en los Kiryes y Aleluyas. En esta forma particular, la secuencia central B adquiere la estructura de un gran melisma, que despliega y amplifica las ideas melódicas contenidas en el período de arranque A. Se trata ya -dentro de su austeridad- de la primera forma basada en el desarrollo.

 

Este canto, cuya belleza extática y solemne nos es hoy conocida a través de la profunda reforma que, en busca de fuentes originales, se llevó a cabo durante la segunda mitad del siglo IX por la Orden Benedictina, se constituyó a través de un acopio de materiales que continuó, por lo menos, hasta bien entrado elsiglo xiv. Piezas como la popular misa De Angelis, no más antigua de esta época, denotan ya una bastardía.

 

Las formas musicales profanas pertenecen, como es lógico, al dominio de la danza y la canción, en principio monódica. El acompañamiento instrumental de estas piezas no nos es conocido debido a que la transmisión musical de las escuelas trovadorescas era en parte oral y a que los documentos conservados poseen sistemas de notación que solo en proporciones reducidas han conseguido transcribirse. La estructura de la mayoría de estas piezas es, lógicamente, la derivada directamente del tipo de estrofa poética empleada, y los nombres -lay, rondó, balada, virelai...- que las designan pertenecen también a la tipología literaria en que se incluyen. Existen muchas variantes dentro de la canción monódica, con y sin estribillo, basadas todas ellas en esquemas de recurrencia simple notablemente elaborados en ocasiones, como el tipo A-B-A-A'-A"-B-A-B, reparto típico de los ocho versos del rondó. El lay suele ser una composición de dimensiones considerables, doce estrofas, de patrones musicales muy varios que solamente repiten la música en las estrofas primera y última.

 

Desde el punto de vista del acercamiento al lenguaje musical, propósito del presente libro, el interés primordial del medievo es el de constituir un vasto territorio del que arrancan las primeras manifestaciones de la compleja polifonía vocal de los siglos XV y XVI

 

 

 

 

 

Polifonía

 

 

Damos este nombre a un tipo de música cantada en que, habitualmente sobre un mismo texto, las diversas partes vocales, mediante movimientos convergentes, divergentes y paralelos, organizan un tejido sonoro en el que cobra tanta importancia la marcha de las diversas líneas melódicas como los acordes resultantes que se van generando. Polifonía y armonía son, pues, algo así como los dos órdenes de la dimensión simultánea . Tradicionalmente suelen emplearse los conceptos de horizontal y vertical para describirlos analógicamente.

 

El primer intento polifónico se produce hacia el siglo IX, al superponer a una melodía gregoriana cantada en notas muy largas, el cantus firmus, otra voz inferior, en notas también largas. Esta escritura de «nota contra nota» recibe el nombre de diafonía. El organum es una pieza diafónica que admite ya un número más elevado de voces por encima del cantus firmus, con duraciones más breves y estructura melódica más adornada. La voz superior se denomina discanto y era con mucha frecuencia improvisada. Un tipoespecial de organum en que el cantus firmus no procede del gregoriano sino que es una melodía independiente, popular o de libre invención, recibe el nombre de conductus. Perotinus (T1230?) escribe ya organum a tres y cuatro voces. Esta forma se desplaza hacia el dominio profano, con el que la música religiosa realiza 48 un intenso intercambio, y hacia finales del siglo xm suele presentaran texto diferente en cada voz. Esta original concepción produce una forma híbrida que es el primitivo motete, especie de organum en que el cantus firmus es gregoriano,y las restantes voces cantan textos religiosos no litúrgicos. Frecuentemente el cantus firmus se ejecutaba mediante un instrumento, con lo que el texto sagrado se desvanece... Hasta 1300, en el período denominado del Ars Antiqua, la estructura de las voces superiores del motete desarrolla paulatinamente una desmedida complejidad de los esquemas rítmicos, que se articulan en tomo a juegos de permutaciones sobre un mismo esquema métrico que unifica la totalidad del discurso. Este procedimiento, llamado isorritmia, es de enorme interés puesto que se trata del primer ejemplo de uso de la rítmica como valor constructivo esencial. La música de Stravinski debe mucho a semejante planteamiento. El método se codifica en Philippe de Vitry y Guillaume de Machaut (1300-1377), a partir del cual se produce una liberación en la marcha de las diversas voces, que cristaliza en la primera concepción polifónica realmente moderna, la Misa de Nostre Dame, que es, a su vez, el primer ejemplo completo de misa polifónica conservada. El planteamiento de Machaut inicia la escuela denominada Ars Nova y puede decirse que escinde en dos partes la historia de la polifonía, cuya estructura moderna se basa en los procesos de «imitación» entre las diversas voces que Machaut introduce.

 

La dificultad que para el oído actual presenta la audición de la gran polifonía clásica (Palestrina, Orlando di Lasso, Johannes Ockeghem, Tomás Luis de Victoria...) procede esencialmente de que no existe una línea melódica privilegiada: todas ellas gozan del mismo grado de autonomía e interés y exigen por ello una atención absolutamente simultánea para descubrir los sutiles juegos dialogales que en el interor de este discurso se establecen, Nuestra escucha actual se encuentra estructurada sobre el hábito de la canción, que es en definitiva una monodia acompañada, de modo que el plano melódico y el armónico suelen estar muy claramente diferenciados. La estructura del texto polifónico se basa justamente en un principio opuesto: en el establecimiento de una especie de «tapiz sonoro» de múltiples hebras cuyos colores y dibujos aparecen, reaparecen y se esfuman en una densa trama envolvente.

 

 

 

[spoiler=Cantar a varias voces]La canción polifónica profana asume dos variantes fundamentales: el madrigal y el villancico, ambas basadas en una forma binaria general del tipo copla-estribillo. En su origen son formas de canción acompañada instrumentalmente: durante los.siglos XV y XVI, con el desarrollo del estilo polifónico, villancico y madrigal presentan una escritura a cuatro o cinco voces. La diferencia básica estriba en el carácter del estribillo, más homófono en el villancico y basado en la imitación en el madrigal. Ambas formas suponen una sintesis particularmente afortunada entre el estilo popular y el cortesano. A partir del XVII, singularmente a través de Mon-teverdi (1567-1643), el madrigal evoluciona hacia la operad y el villancico adquiere una estructura similar a la cantanta.

 

El cambio de la polifonía del Ars Antiquaa/Ars Nova se corresponde con el paso del Románico al Gótico. Del mismo modo que, constructivamente, la innovación consiste en trasladar las cargas de las bóvedas a los pilares, liberando el muro, que deja de ser macizo para permitir el paso de la luz (y de aquí el desarrollo de la vidriera), la polifonía, a partir de Guillaume de Machaut, comienza a organizar los primeros nudos armónicos del discurso, que liberan la marcha de las voces hacia una construcción imitativa mucho más flexible.

 

 

 

 

 

 

 

Formas religiosas

 

 

Si el gregoriano es la música oficial de la Iglesia Romana y la base sobre la que se estructura la polifonía procede originalmente de este Corpus, en la liturgia luterana ese conjunto musical de referencia está constituido por la recopilación de canciones populares alemanas, los corales, que, sobre textos religiosos originales o adaptados, publicó Lutero en 1524, y que a partir de entonces cumplen también análogo papel al cantus firmus católico. La ruptura disciplinar y dogmática de la Reforma fue asimismo una considerable brecha estética: el Concilio de Trento prohibió toda música eclesiástica fuera del gregoriano y la polifonía estricta. La inmensa riqueza de la música religiosa europea de los siglos xvn y XVIII, con Bach como coronación, es fruto del luteranismo.

 

El núcleo fundamental de la música religiosa católica es la Misa, cuya forma musical se articula en las cinco partes básicas del oficio ordinario. Existen diecisiete misas gregorianas, compuestas entre los siglos IX y XIV. Con la progresiva emancipación de la polifonía, la misa se establece como un gran espacio de desarrollo de los procedimientos estilísticos. Debido a la disparidad de longitud del texto de cada parte, suelen utilizarse ya métodos de índole cíclica a partir de Gui-llaume Dufay (1400-1474) que aseguren la unidad del discurso, basando toda la música en el desarrollo polifónico de un mismo fragmeñto gregoriano, de otra pieza polifónica preexistente o incluso de una canción popular. Así, las misas polifónicas suelen poseer títulos que hacen referencia al fragmento o pieza que las genera, tales como Misa tu es Petrus (de Palestrina, sobre su propio motete homónimo), o Misa de L'Homme Armé, de la que existen gran cantidad de ejemplos, basados todos ellos en una canción medieval muy conocida que se usa como cantus firmus.

 

La música luterana, por la propia índole de su filosofía, fue desde el co-• mienzo mucho más permeable a formas musicales profanas como la cantata. Esta pieza es originalmente una especie de «escena lírica» en varias partes, no representable, para una voz acompañada de instrumentos, estructurada mediante la alternancia de arias y recitativos. Estos últimos ' son, en su origen, pequeños interludios en los que el texto se declama sobre un acompañamiento extremadamente sobrio, cuya función fundamental es realizar la transición de tonalidad entre las arias. Giulio Caccini (1550-1618) pasa por ser el primero en articular esta forma. El desarrollo de la cantata durante el siglo XVII conduce a una disposición más amplia en la que se enfrentan varios personajes e incluso un coro. A partir de su práctica religiosa, el papel de este coro tiende a identificarse con la asamblea de los fieles, de modo que la cantata luterana -como sucede en una cantidad considerable de las producidas por Bach, indiscutible maestro de esta forma, a la que dota de unos niveles de refinamiento asombrosos- suele articularse sobre un coral, del que extrae la totalidad de su material temático (cantata BWV140; Wachet auf, rufit uns die Stimmé).

 

El esquema general de la cantata eclesiástica en el siglo xvill aglutina prácticamente la totalidad de las posibles formas cantadas de la época: arias, dúos, tríos, corales variados, coros fugados y recitativos de gran inventiva armónica y melódica. Las formas como el oratorio o la pasión, que es un oratorio sobre la narración evangélica correspondiente, pertenecen al grupo de las cantatas, desarrolladas sobre esquemas de dimensiones muy vastas y extraordinaria riqueza de procedimientos. Alguna de estas obras, como la Pasión según San Mateo de Bach o la Creación de Haydn son auténticas obras-resumen, verdaderas enciclopedias de las posibilidades musicales de la época. Por su parte, las piezas de dimensiones más breves, como el motete o la propia misa, adquieren también hacia esta época una estructura análoga, en la que faltan solamente los recitativos. La única diferencia estricta entre el teatro y el templo se establece en el plano representativo y referencial, no en el musical; el célebre episodio de la anciana que, al grito de: «Vámonos míos, parece que estuviéramos en la ópera», abandonara Santo Tomás de Leipzig el día del estreno de la Pasión según San Mateo, testimonia más allá de su valor anecdótico, toda una tendencia dramática de la música religiosa y una poderosa similitud de procedimientos sonoros entre ambos territorios, cuya real frontera no es sino el límite de lo escenográfico, entre el simple relato (música religiosa) y su representación (música operística).

 

 

 

[spoiler=La oración muda]Existe una gran cantidad de música religiosa exclusivamente instrumental, tanto en la tradición católica como en la luterana, procedente de una especie de emancipación del cantus firmus hacia un territorio más abstracto. Casi toda esta música es formalmente asimilable a un esquema general de variación, basado en procedimientos contrapuntisticos y decorativos: un tema, un coral luterano en el caso de Bach, aparece en una de las voces y en torno suyo se tejen complejos comentarios polifónicos y armónicos en las voces restantes, cuya función se aproxima en múltiples ocasiones a planteamientos francamente descriptivistas o ilustrativos con respecto al texto de dicho coral (que, lógicamente, era bien conocido por parte del auditorio, que lo recordaba al escuchar la música). Todas estas piezas -los corales parafraseados, variados, figurados..., y las glosas católicas equivalentes realizadas sobre materiales gregorianos- pertenecen a la muy vasta literatura organística y su práctica se ha conservado hasta tiempos bien recientes (Brahms, Max Reger, Hindemith, el mismo Schónberg). Estas piezas suelen denominarse corales o preludios corales. Aunque en muchas ocasiones su estructura se asemeje a las formas del preludio instrumental, no deben confundirse con el concepto y función del preludio. Más modernamente aún, y ya en una tradición casi programática, Olivier Mes-siaen (1908) ha dedicado una considerable parte de su producción al órgano religioso, por ejemplo El banquete celeste, y a la música religiosa en su vertiente instrumental -Visiones del amen, para 2 pianos, Los colores de la ciudad celeste, para gran orquesta- Por su parte, la tradición masónica nos ha dejado también piezas ceremoniales para clarinetes y cornos de bassetto (que era una variedad clarinetistica) de la mano de Mozart. Otro ejemplo de notable interés es la música instrumental sobre Las siete palabras, existente en versión orquestal y de cuarteto de cuerda, realizada por Haydn -otro masón ilustre- en 1785.

 

 

 

 

 

 

 

Música y representación

 

 

 

El primer ejemplo conservado de música escrita especialmente para la escena es el Juego de Robín y Marión, de Adam de la Halle (1240-1287). Se trata de un breve conjunto de canciones de aire danzado que acompañaba la puesta en escena de un episodio pastoril. Pero, naturalmente, la asociación de música, espectáculo y palabra es tan antigua como el hombre mismo, inseparable de la ceremonia religiosa y parte esencial de cualquier manifestación folklórica. Aún subsisten representaciones totalmente populares de misterios primitivos que en Occidente fueron muy pronto recuperadas para la naciente tradición cristológica: la danza claramente iniciática del Corpus de Camuñas (Toledo) sería un buen ejemplo, así como el impresionante Misterio que anualmente se representa en Elche. Los portugueses conservan también representaciones de la Pasión en las que la casi totalidad del texto es cantado más o menos salmo-diadamente, como la que se realiza en Tras-os-Montes, y que dio objeto a la transcripción fílmica llevada a cabo en 1962 por Manoel de Oliveira en Acto de primavera.

 

Desde un punto de vista meramente estructural la unión de representación, poesía y música aparece como un hecho poco menos que inevitable: la cualidad esencialmente discursiva de las tres artes tiende a establecer entre ellas un poderoso lazo. La representación con música se articula entonces como una superposición de tres planos bien definidos e inseparables, dotados de funciones específicas.

 

• La palabra: la naturaleza social de la palabra és palmariamente informativa. A través del texto declamado o puesto en escena por un actor llegamos al conocimiento de la acción y de sus motivaciones, pudiendo establecer con claridad la sucesión ar-gumental. La palabra desempeña una función en la que, aun coexistiendo otros niveles, existe una clara preponderancia narrativa.

 

• El gesto: el-actor, a través de su movimiento corporal, sus desplazamientos por la escena, su relación con los objetos que en ella aparecen, su vestuario, etc., establece otro plano textual que amplifica y desarrolla, por similitud o por oposición, el discurso narrativo de la palabra. A través de estas relaciones se establece el verdadero nivel representativo en que el lenguaje se encama físicamente.

 

• La música: por su naturaleza abstracta y su imposibilidad representativa, basada como se halla en el ritmo y la simetría, la música aporta una dimensión amplificadora de la narración representada. Al cantarla, es posible repetir una palabra o un fragmento literario un número considerable de veces: el carácter repetitivo, y a la vez variado, del texto musical destruye la convención lingüística que prohíbe la repetición literal de las palabras. Al encontrarse la música y el verbo, nace para este último no solo un desarrollo de sus posibilidades poéticas y rítmicas, sino sobre todo una capacidad nueva de dilatarse expresivamente más allá de sus propias fronteras, sometido a un código de articulación notablemente más rico que el suyo propio que, al mismo tiempo, sigue conservando. La narración representada, al insertarse sobre un texto musical, se despliega sobre las dimensiones específicas de lo discursivo puro.

 

Opera, ballet y cine marcan una diversidad de confluencias entre palabra, música y representación; y los códigos del actor varían considerablemente entre las tres formas. Así, el actor del ballet es mudo y su gestualidad posee la exuberancia rítmica propia de la danza (se trata de un bailarín), y el actor operístico es un cantante, evidenciando de este modo la preeminencia de lo musical Por su parte, la cinematografía prescribe una actuación fuertemente emparentada con lo teatral, con predominio de la palabra, y el uso de la música en su interior se basa ante todo en que su naturaleza abstracta permite su presencia de un modo casi subliminar.

 

 

 

 

 

 

La ópera

 

 

La valoración estética de la poesía y la música eran en el siglo xvii harto diferentes de las preconizadas dos siglos después por el Romanticismo, cuyo eco perdura aún entre nosotros. Así, si para Hegel, por ejemplo, la música se sitúa en la cúspide de las artes, para los tratadistas del siglo xvii e incluso de la primera mitad del XVIII la música está relegada al último lugar, en calidad de simple objeto decorativo o mero entretenimiento: la poesía dramática, singularmente en su vertiente trágica, ocupa la cabecera, ya que, a través de ella, se plantean las «cuestiones eternas» del hombre. La aparición hacia esta época de las primeras formas operísticas es, por lo tanto, recibida con franca hostilidad por filósofos y teóricos de la estética. La simbiosis operada entre palabra, representación y música resultaba, no ya heterodoxa, sino fundamentalmente . trivializadora de la elevación propia de lo trágico. El hecho, no obstante, es que un nuevo concepto estético se abría camino rápidamente. Los madrigales cantados «in genere reppre-sentativo» desembocaron bien pronto en el «dramma per música». Quizá el primer ejemplo del que tenemos noticia sea la Daphne de Jacopo Peri (1561-1633), estrenada en 1597. Esta obra, sobre texto de Ottavio Rimucci-ni, inauguró un camino que cuajaría pocos años más tarde con la apertura en Venecia del primer teatro de ópera en 1637. Estos datos precisan las fechas del crucial cambio de mentalidad compositiva que a través de la aparición de la ópera se produce: en la polifonía clásica, la aparición de los acordes es un fenómeno casi casual, una especie de inevitable anclaje que surge como consecuencia de la superposición de voces; pero a partir de la aparición del drama cantado los nexos armónicos se independizan de la marcha de las voces e imponen su ley formal al texto sonoro. De ahí que las formas musicales que provienen de la emancipación instrumental se estructuren en torno a los cambios de tonalidad y que ésta, como ya vimos •d5, sea inseparable del propio concepto formal moderno. La aparición de la ópera es el signo de la liberación de la «audición armónica» que sustituye a la polifónica y es la guía de nuestra escucha actual.

 

La forma de la primera ópera no se distingue esencialmente de la estructura de una gran cantata ^ cuya única novedad consiste en articularse sobre un espacio drámatico. Se trata de una sucesión de números casi independientes, ligados por recitativos o incluso por la palabra hablada, como sucede aún en la opereta, la zarzuela o en el cine musical. La noción del acto continao es la aportación clave del siglo XIX y está ya presente en Mozart y Cari Maria von Weber (1786-1826), pero será Wagner quien desarrolle e imponga definitivamente este concepto. Frente a una ópera cuyo movimiento dramático avanza discontinuamente como las cuentas de un rosario, Wagner opone una estructura fluida y sin pausas, absolutamente amoldada al desarrollo teatral.

 

Desde un punto de vista estrictamente formal, los problemas que el acto continuo plantea son múltiples: la interconexión de las tonalidades, la valoración del texto, la monotonía... pero, fundamentalmente, el mayor escollo es la unidad de estructura y la articulación formal entre las diversas secuencias. La concepción wagneria-na plantea una resolución a la vez variada y recurrente: cada personaje, cada situación emotiva, e incluso los objetos significativos del desarrollo dramático, aparecen representados por un tema, al que Wagner denomina leitmotiv (o motivo conductor).

 

Las transformaciones narrativas poseen así una precisa correlación en la textura sonora que se encuentra estrechamente unida a ellas.

 

El procedimiento unifica la concepción operística con la poemática. Sus últimas consecuencias aparecerán en el cinematógrafo

 

 

[spoiler=Tiempos muertos]Pueden distinguirse dos tipos fundamentales de segmentos narrativos: aquellos en los que suceden los hechos que hacen avanzar el argumento (la escena del encuentro, la escena de la separación, la escena del asesinato...) y aquellos otros, muy comúnmente ocupados por descripciones, en los que «no pasa nada» y cuya función es preparar la aparición del siguiente instante decisivo. Los primeros se denominan núcleos, y los segundos, catálisis. Todo relato puede estudiarse como una articulación de instantes catalíticos y nucleares. Los lectores impacientes, que somos casi todos, tienden a saltarse las catálisis, buscando tan solo los instantes nucleares del texto. En esta forma de lectura consuetudinaria se basa también el ritmo, por ejemplo, del cine de patrón americano -el que codificó Hollywood hacia los años cuarenta-, en que las catálisis se reducen a los mínimos imprescindibles para «lubricar» la inexorable marcha hacia el final.

 

La estructura de la ópera primitiva es exactamente la contraria: la acción propiamente dicha tiende a agruparse sobre los recitativos ya que, al tratarse de estructuras libres, son mucho más flexibles para poder desarrollar sobre ellas las fluctuaciones del ritmo dramático, que resultarían forzadas al tener que acoplarse a fragmentos fuertemente codificados, como las arias, cuya duración es sin embargo mucho mayor. La ópera clásica hace sobre todo hincapié en los segmentos catalíticos del relato, que aparecen fuertemente privilegiados al establecerse sobre los trozos musicales de más compleja entidad, y en cuya letra suele glosarse el episodio que acaba de suceder en el recitativo precedente. Las arias, dúos, trios, coros, etc., juegan un papel de «espacios meditativos» en que la acción se remansa y momentáneamente desaparece. Es ésta la verdadera diferencia entre la ópera clásica y la wagne-riana, y no la tan alabada aparición de la continuidad musical de toda la escena. Lo que sucede es que, a| establecerse esa estructura fluida, se privilegian de inmediato los instantes nucleares: por esa razón, la sucesión de arias desaparece como principio estructurador del discurso, para sustituirse por una movilidad más cercana a la específica del relato, tal como este término es entendido en el siglo XIX.

 

De un modo análogo, el poema sinfónico tiende a desprenderse de la estructura formal articulada en partes, para adquirir un desarrollo continuado, más acorde con la marcha de lo narrativo, y, también como en W.agner, los momentos conductores se articulan en torno a la peripecia argumental, desvinculándose de la forma musical abstracta, o por mejor decir, de su código demasiado rígido.

 

 

 

 

 

 

 

 

El ballet

 

 

Cuentan que en la noche del 29 de mayo de 1913, al sonar el primer compás de La consagración de la primavera, Camille Saint-Sáens, reputado como uno de los grandes maestros franceses de la orquestación, preguntó estupefacto a Debussy, que ocupaba la butaca contigua: «¿Qué instrumento es ese?» Informado de que se trataba de un simple fagot, su indignación fue tal que abandonó la sala dando un portazo. El escándalo fue, como se sabe, mayúsculo, con intervención de la policía y demás ceremoniales propios de estos casos.

 

Todo el ballet moderno surge del trabajo llevado a cabo por la compañía de los ballets rusos de Serge de Diaghilev (1872-1929). Su aportación a este terreno consistió en construir un tipo de representación que sintetizase el mimo, la pantomima y la danza propiamente dicha en un espectáculo complejo y totalizador basado a la vez en la rítmica y en la expresión corporal. Algunas de las músicas más importantes de este siglo surgieron como encargos de esta compañía: Jeux (Debussy), Petruschka, La consagración de la primavera, El pájaro de fuego■ (Stravinski), Daphnis et Chloe (Ra-vel)... A diferencia de otras formas, el ballet moderno ha conocido así una sorprendente revitalización.

 

Como sucede en la ópera , la estructura del ballet ha evolucionado desde la discontinuidad a la fluidez. Síntesis entre el poema sinfónico y la 56 danza propiamente dicha, el ballet moderno se organiza también en torno a una reaparición de motivos conductores, pero la primacía de la danza obliga levemente a compartimentar la fluidez poemática: así, de algún modo, la escena, como «unidad teatral», tiende a conservar cierta entidad dentro del discurso sonoro, como una supervivencia de la vieja división entre cuadros y actos. Esta subdivisión aparece como una necesidad de índole coreográfica, que en el plano musical estricto tiene su traducción en una cierta preeminencia de la definición rítmica y su reiteración a lo largo de secuencias más complejas.

 

El ballet, como espectáculo independiente formado por números cerrados, aparece en los siglos XVI y XVII y algunas de sus manifestaciones más antiguas, como el ballet de cour francés, la mascarade italiana o el masque inglés, se insertan aún en la tradición polifónica: los primeros ballets eran cantados y Jean-Baptiste Lully (1632-1687) produce una primera forma sintética entre la ópera, el teatro de prosa y la danza. El tema del canto en el ballet desaparece por entero en los siglos posteriores, y no vuelve a retomarse hasta los ballets mpdernos: Las bodas, de Stravinski.

 

En las primeras formas operísticas encontramos cierta amalgama de canto, danza y palabra hablada. La inclusión de una escena enteramente danzada dentro de la representación operística se adoptó casi desde sus comienzos como una ley intransgredi-ble. Esta costumbre perdura en el espectáculo operístico hasta bien entrado el siglo xix (sabemos los problemas que ocasionó a Verdi, quien sintió especial aversión por semejante hábito). En Wagner, con su primacía fundamental de lo dramático, el ballet intercalado desaparece definitivamente y quizá sea ésta una de las razones que han motivado su moderno auge como espectáculo totalmente independiente.

 

Una densa simbiosis se produce, pues, en este momento entre música instrumental y ballet; particularmente afectados por esta tendencia, los grandes poemas sinfónicos del siglo XIX, debido a sus propósios arguméntales, aparecen como campo abonado para la experiencia coreográfica: sabemos que la compañía de Diaghilev había ya realizado un trabajo de este tipo con Scherezade de Rimsky. La Sinfonía fantástica de Berlioz también inspiró bien pronto versiones danzadas. De modo análogo ciertos ballets interpolados en la ópera han conocido una poderosa difusión gracias a su emancipación coreográfica:

 

El príncipe Igor de Borodin es un magnífico ejemplo. Más modernamente el ballet ha tomado como motivación desde músicas experimentales hasta obras absolutamente abstractas, como ciertos preludios y fugas de Clavecín bien temperado de Bach.

 

De este modo, ciertas piezas de naturaleza inequívocamente vanguardista han resultado bien pronto materia idónea para el planteamiento de una expresividad danzada que ningún parentesco guarda ya con la estereotipada imagen del ballet blanco finisecular (con el que, por otra parte, aún no existe en la programación de los teatros convencionales). El ejemplo más idóneo nos lo proporcionaría la música electrónica (realizada mediante sonidos producidos por generadores de onda y ruido blanco) y la concreta (obtenida por transformación, distorsión y mezcla de sonidos reales). Su primera experiencia, la Sinfonía para un hombre solo (1944-45) de Pierre Henry y Pierre Schaeffer inspiró un célebre y brillante espectáculo de danza realizado por Maurice Béjart.

 

 

 

 

 

El cine

 

 

Sentados en la oscuridad de la sala, frente a un plano quizá trivial, experimentamos repentinamente la intensa sensación de asistir a un momento de crucial importancia: «¡Ahora -pensamos- John Wayne se va a declarar!». Y, efectivamente, así sucede. ¿Cómo hemos podido averiguarlo? Nada en la imagen hacía presagiar ese instante: Constance Towers miraba hacia otro lado y nuestro amigo acababa de ser obsequiado con un tiro en la pierna derecha... El ejemplo está tomado de una de las últimas secuencias de «Misión de audaces», The horse soldiers, 1959, de John Ford.

 

Y es que la mirada andaba atareada en demasiadas cosas como para dejar un resquicio libre a la atención. Así, algo ha podido penetrar por sorpresa en nuestros sentimientos, algo en realidad muy conocido, con cuya aparición no se contaba: un simple acorde menor, ejecutado pianíssimo por un pequeño conjunto de cuerda. Tan solo ese sonido produjo nuestra anticipada certidumbre. La música sigue desarrollándose paralelamente con la escena; solamente después de efectuada la amorosa confesión nos damos cuenta de que se oye una melodía: es una frase larga y lenta que ya habíamos escuchado en otros instantes del film aunque con distinta armonía y otra orquestación menos lánguida. Entonces, al reconocer el tema, nos percatamos de que «ya estaba sonando previamente».

 

La música filmica es una especie particular de música incidental que acompaña intermitentemente el discurso de las imágenes. Música que debe ser oída pero que no debe ser escuchada, para que su trabajo sobre la emoción del espectador sea inconscientemente fructífero... Música cuya característica más acusada es la de estar constituida por fragmentos incompletos y escasamente conectados entre sí, creando un juego de tensiones entre su presencia y su ausencia. No nos referimos, claro está, a aquellas músicas que, procedentes de orquestas o aparatos de radio, se encuentran «puestas en escena», sino a los acompañamientos o fondos que envuelven o puntúan las secuencias. Tales fragmentos pueden clasificarse en dos grandes grupos:

 

• Músicas no reconocibles, cuya función es reforzar el significado de la escena sin ser excesivamente advertidas. Se trata de lo que, en teoría de la comunicación, se denomina banda de redundancia, y su función dramática es equivalente a la de un «subrayado sonoro». Su eficacia se apoya básicamente en los elementos tímbricos, tales como los códigos de instrumentación, formas de ataque y tesituras, profusamente experimentadas en las músicas arguméntales y descriptivas, que generan ciertos clichés de escucha casi automáticos: la «inquietud», el «miedo», la «relajación», etc. .

 

• Músicas reconocibles de inmediato, frecuentemente promovidas de antemano por la industria del disco, que suelen estar asociadas a los personajes y situaciones principales del relato y cuya transformación y reaparición a lo largo de la cinta articulan un comentario sonoro paralelo. Estos son los fragmentos que habitualmente se denominan temas, cuya función sonora y dramática -poder identificarse de un golpe y asociarse a las circunstancias arguméntales pertinentes- es idéntica a la asignada al leitmotiv en el discurso del poema sinfónico .

 

La música fílmica forma un continuo inseparable con el ruido y los diálogos. La mayor parte de los segmentos de esta música, precisamente los que colaboran al significado de manera capital, son en exceso breves y simples, careciendo de sentido si se extraen del contexto narrativo en que se insertan. Por ello, las grabaciones de bandas sonoras incluyen generalmente tan solo aquellas partes que tienen entidad por sí mismas, forman do una especie de suite -d? de fragmentos cerrados que guarda poca relación con el sistema de articulaciones fílmico. De ahí que el estudio de esta música solamente pueda abordarse desde la totalidad del texto fílmico.

 

Invitamos pues al lector, al que suponemos mínimamente aficionado al cine, a que trate de prestar toda la atención posible al engranaje de la música y las imágenes en las películas a cuya proyección asista.

 

 

 

 

Cambios y reapariciones

 

 

La disposición de un conjunto actual de música puede variar mucho según el tipo de la misma y la cantidad de ejecutantes, pero conservará casi invariablemente una sección formada por un bajo (que puede ser una guitarra eléctrica o un contrabajo acústico), un piano (o un órgano) y una batería más o menos reforzada por instrumentos de percusión. La función de esta sección, que no cesa de tocar en casi ningún momento, es muy clara y precisa: proporcionar un apoyo armónico y rítmico continuado a la totalidad del discurso. Pese a las diversas variedades tímbricas que pueden establecerse, este grupo proporciona una cierta sonoridad básica que distingue poderosamente cualquier conjunto de música popular de nuestro tiempo de una orquesta sinfónica o un grupo de cámara que realice música histórica «de concierto».

 

Y, sin embargo, en la. música del Barroco y de buena parte del Preclásico encontramos también un elemento permanente y constante de unos géneros de música a otros, que tiene una misión armónica y rítmica idéntica a la descrita líneas más arriba. Ese elemento, constituido por un instrumento de arco y otro de tecla (también un laúd o un arpa) se denomina bajo continuo. El instrumento, de arco puede ser un violoncello, un bajo de viola (o también un fagot), y el teclado, un clavecín, órgano o clavicordio.

 

Aparece así una curiosa concomitancia entre nuestras músicas de uso más habitual y otras mucho más antiguas. El empleo del bajo continuo como soporte básico deja de practicarse de un modo sistemático a partir de Johann Antón Stamitz (1717-1757), cuya influencia es decisiva en Haydn y Mozart. La práctica desaparece en el Clasicismo y Romanticismo y ninguna de las músicas de concierto de nuestro siglo vuelve a registrarlo. Sin embargo, en el terreno de la música popular se encuentra, por ejemplo en el jazz, y prácticamente todos los estilos musicales posteriores lo respetan, amplifican y desarrollan.

 

El uso del continuo aparece, pues, como un rasgo organizador de cierta música en que se ha abolido la distinción entre compositor e intérprete; una música que ha de renovarse constantemente, debido a su uso continuado -lo cual se ha hecho más y más acuciante con la difusión y el incremento de los aparatos de transmisión y reproducción-, y que por eso mismo ha de ser comprendida, leída, por grandes públicos muy diversos. El papel del continuo es el de una base de legibilidad, de elemento perenne de reconocimiento de la armonía y el ritmo, que son los patrones a través de los que puede diferenciarse de inmediato un tipo de baile de otro o de una canción. El reforzamiento de esa percepción instantánea es algo que distingue fuertemente las músicas populares de las elaboraciones cultas, cuya lectura es más sofisticada y requiere ciertos conocimientos previos. La brecha entre música culta y popular se abre, entre otras causas, por el cuestionamiento de la necesidad de esa base armónico-rítmica.

 

Pero también en la música culta del Barroco, cuando su uso es asimismo cotidiano y momentaneizado y no se plantea desde la perspectiva «trascen-dentalista», auspiciada por el individualismo burgués, la permanencia y repetición de ciertas estructuras -como las múltiples formas de danza-es una auténtica necesidad constructiva que favorece su reconocimiento y facilita su utilización inmediata. Como hoy, en la música danzada del Barroco es precisa una base unificadora del discurso que, provocando en el acto su identificación, asegure su entendimiento.

 

Hoy el músico ha vuelto, de algún modo, a una situación asalariada, con las matizaciones que el caso requiere, y la demanda de su trabajo es incesante, en lugar de estar generada por su «necesidad de expresión personal antepuesta a cualquier consideración», que es el planteamiento romántico. De ahí la reaparición de la producción masiva, apoyada en esquemas formales claros y perceptibles. De ahí la reaparición del continuo, y de un cierto formalismo, y la primacía de la estructura camerística en la música popular que se realiza en los momentos actuales.

 

 

 

[spoiler=Una mirada atrás]El modo dominante de producción de la música culta hasta bien avanzado el siglo XVIII es el procedente de una organización feudal de la sociedad: la música es un objeto que se utiliza para solemnidades civiles y religiosas, para el mero recreo auditivo o para complejos rituales cortesanos, como los bailes. Los músicos son unos lacayos, sin duda especializados y distinguidos, pero cuyo estatus no es esencialmente distinto del de un gran cocinero o un maestro fijo de jardinería, a los que se paga regularmente por su trabajo cotidiano y que se alojan en los pabellones de la servidumbre. El director de la orquesta es también compositor de la , mayoría de la música que se ejecuta, y debe, en uso de su profesión, cambiar constantemente el repertorio e instruir en la práctica sonora a aquellos miembros del palacio que lo deseen. El músico es compositor, arreglista, instrumentista y pedagogo, tanto en una corte como al frente de una cantona eclesiástica.

 

La revolución de 1789 altera este estado de cosas, aunque ya desde algunas generaciones antes se viene anunciando el cambio: los viejos maestros del Clasicismo se integran en los últimos años de su vida a un mercado de trabajo guiado por las normas de oferta y demanda características del liberalismo económico y del estado burgués. Haydn es un ejemplo particularmente ilustrativo: criado de los Esterhazy durante casi treinta y ocho años, alcanza finalmente una celebridad mundial en Lonches, París y Viena, y termina sus dias viviendo de la venta de las partituras y los derechos de ejecución de sus obras a través de las editoriales. Por contrapartida, Beethoven, de la generación revolucionaria, dependerá aún en muchas ocasiones de su vida del mecenazgo de diversos nobles alemanes: las grandes transiciones históricas son sumamente lentas y contradictorias.

 

Como hemos dicho en otro tugará, el Romanticismo convierte al músico en profesional liberal, que no debe ahora contentar a su señor, sino a un público -un mercado-más amplio y diversificado. El lenguaje del Barroco y el Preclásico pertenece a una sociedad aristocrática: la paulatina estructuración de la tonalidad y,con ella, de la formalística clásica son el paralelo musical del desarrollo del estado parlamentario que se impondrá al siglo siguiente. El Romanticismo diversifica entonces ciertos campos musicales que eran absolutamente interdependientes tiempo atrás: a partir del siglo XIX es más y más frecuente que la pedagogía se ejerza separadamente de la composición, y ésta, a su vez, de la ejecución o del trabajo critico, que se organizan en sociedades y parcelas especificas, aun cuando los desarrolle una misma persona ocasionalmente (caso de Schumann). Esta tendencia hacia la especialización crea a su vez una jerarquización ideológica, bien pintoresca por cierto, y se multiplican las polémicas acerca de la creación musical, con enfrentamientos entre compositores e intérpretes, muchas de las cuales se arrastran aún en nuestros dias: todavía oimos hablar de «inspiración», con matices más religiosos que estéticos, y «el fantasma de la libertad», parece ser aún para muchos el motor de la historia... del arte.

 

 

 

 

 

 

 

 

Acercarse a la música

 

 

Muchas de las afirmaciones estéticas contenidas en este breve libro son sin duda enormemente obvias y quizá demasiado generales. Otras, de índole técnica, han sido tratadas con inevitable superficialidad. No se ha intentado provocar un mayor nivel informativo, sino dirigir una cierta reflexión que permita un entendimiento más profundo de los datos ya conocidos. La música, pese a su presencia continuada en nuestra vida, sigue poseyendo un carácter esotérico y, en alguna medida, casi mágico. Su poder de conmovemos física y emotivamente, y su capacidad para sorprendemos intelectualmente, pareciera no agotarse jamás. Comprender la base lingüística en que parte de esa potencia expresiva reposa, no es solo desentrañar algo del aparente misterio inherente a la articulación sonora, sino también acercamos a la base magicista -es decir, musical- de la palabra misma. Palabra y música son los significantes de las dos caras de nuestra mente, y su encuentro, a través de la poesía y de la canción, es algo así como la violación de un límite: el del significado, que se prolonga más allá de su propia frontera. Acercarse a la música no es por tanto incrementar tan solo nuestra comprensión hacia este arte y sus relaciones con las demás manifestaciones culturales, sino, sobre todo, penetrar en el territorio más íntimo de nuestra propia mente, iniciando el conocimiento de los mecanismos que gobiernan nuestra emoción y nuestra sensibilidad, en ese repliegue del corazón donde se une la historia con la biografía personal. Palabra y música se instituyen sobre la dinámica de la memoria, dotando de dos órdenes dispares de profundidad al desplazamiento irrecuperable del tiempo, y, por ello, la palabra cantada es el arranque mismo de todas las manifestaciones religiosas, al constituir una suerte de doble interrogación sobre la naturaleza de lo temporal, efectuada simultáneamente desde la dimensión lógica propia de la significación y desde la vertiente evocativa de la asociación libre.

 

Toda consideración en tomo a la índole de la música adquiere así, inevitablemente, un aspecto filosófico que es, en definitiva, independiente del carácter concreto de cada música y casi también de su calidad intrínseca. Queremos con ello decir que el tipo de interrogantes que se abren en nosotros ante un lied de Schubert o un minuetto de Mozart no son esencialmente distintos de los que nos provoca la audición de Yesterday o Suspiros de España (que son, además, auténticas obras maestras). Si hemos dedicado la mayor parte de este trabajo al estudio de las formas históricas de la música no es por atribuirles una mayor valía a priori, sino porque, al tratarse de dispositivos de lenguaje forzosamente arcaicos, exigen para el oyente ciertos conocimientos previos de retórica y vocabulario para su más pleno disfrute, del misno modo que las literaturas clásicas se articulan en tomo a patrones de estructura y significación que son a veces muy distintos del lenguaje periodístico, cinematográfico o novelesco de nuestros días. Precisamente por ello, el contacto con las formas antiguas de la literatura o de la música rompe de algún modo con los hábitos de lectura (o de escucha) mecánicamente establecidos, permitiendo una mayor comprensión de los dispositivos sobre los que se apoya. Frecuentar y analizar las formas antiguas de la música es, entonces, una tarea y un goce cuyo mayor fruto es, precisamente, devolvemos una imagen más rica, profunda y trabajada de la música que hoy escuchamos, permitiéndonos establecer una valoración más compleja de ella y una exigencia más alta en su disfrute. Perdemos en la complejidad de una cantata de Bach debe servirnos, sobre todo, para establecer un análisis más preciso de los recursos y procedimientos -bien ricos y variados, por cierto- que la música nos ofrece hoy. A su vez, la atención hacia la música popular de nuestro siglo puede mostramos una infinitud de planteamientos sorprendentemente originales y «modernos» yacentes en las músicas históricas, que aguardan tan solo nuestra mirada para revelarse.

 

 

 

 

 

Bibliografía

 

 

 

  • Fubini, Enrico: La estética musical del XVIII a nuestros días. Barcelona, Barral Editores, 1971. Libro absolutamente esencial para comprender la evolución de los conceptos en la teoría estética musical.
     
  • Karolyi, Otto: Introducción a la música. Madrid, Alianza Editorial, 1975. Auténtico y pedagógico manual de teoría musical, que proporciona los elementos fundamentales del léxico, la técnica y la escritura.
     
  • Robertson, A. y Stevens, D.: Historia general de la música. Madrid, Ediciones Itsmo, 1978. Conjunto accesible y claro por extensión y exposición, aun cuando muchas de sus valoraciones (singularmente las correspondientes a España), resultan sumamente discutibles. El cuarto tomo, debido a Tomás Marco, está dedicado a la música contemporánea y resulta el más sólido y homogéneo de la serie.
     
  • Salazar, Adolfo: Conceptos fundamentales en la historia de la música. Madrid, Revista de Occidente, 1965. Interesante estudio, ya clásico, sobre el problema estético de los estilos.
     
  • Valls Gorina, Manuel: Para entender la música. Madrid, Alianza Editorial, 1978. Mitad histórico, mitad teórico, mitad es-' peculativo, este volumen sitúa orgánicamente los elementos mínimos de la historia y materialidad sonoras para una valoración sociológica y estética de este arte.
     
  • Valls Gorina, Manuel: La música en cifras. Barcelona, Plaza Janés, 1974. Desde una óptica política y estética discutibles 64 pero coherentes, este tomo proporciona información y análisis insustituibles a la hora de comprender el modo de producción musical.

 

Por su rigor, brevedad y altura técnica, resultan de extraordinario interés los siguientes volúmenes de la Colección «Que sais-je?» PUF, París, 1969:

 

  • Hodeir, André: Les Formes de la Musi-que. París, PUF. Recoge un inventario sistemático y prácticamente total de la tipología formal desde una perspectiva morfológica e histórica.
     
  • Louvier, A.: L'orchestre. París, PUF. Realiza una exposición histórica y estética de gran seriedad sobre la formación de la orquesta como organismo autónomo desde el período clásico hasta el posromántico.
     
  • Olivier, Alain: L ’Harmonie. París, PUF. Sitúa con admirable brevedad y precisión : la evolución del problema armónico a partir del siglo xvii.

 

 

Como introducción al tema de las vanguardias musicales en nuestro siglo, resulta también recomendable:

 

  • Montserrat, Albert: La música contemporánea. Barcelona, Salvat Editores, 1974.
     
  • Stuckenschmidt, H. H.: La música del siglo xx. Madrid, Guadarrama, Biblioteca para el hombre actual, 1960.

 

 

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